Exterminar al enemigo terrorista: la orden que dejó 6402 inocentes ejecutados

Exterminar al enemigo terrorista: la orden que dejó 6402 inocentes ejecutados 

"La política de seguridad fue preparada por el alto gobierno, dirigido por un presidente investido de poder total y al mando de un plan de exterminio"

Por: Manuel Humberto Restrepo Dominguez
marzo 19, 2021
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Exterminar al enemigo terrorista: la orden que dejó 6402 inocentes ejecutados 
Foto: Pixabay

El número 6402 sintetiza la cifra del más reciente fracaso del Estado en la defensa de la vida. Todo a causa de una política que le hizo creer a la sociedad que solo podía ser salvada del terror exterminando a los terroristas. Los dueños del capital acogieron el espíritu de la tesis para poner a salvo sus inversiones presentes y futuras. Derechos y libertades pasaron a la periferia. La fuerza armada tomó el control, declaró su lealtad al gobierno y los otros poderes cedieron independencia.

Hizo eco que nada ni nadie podía detener la palabra del presidente ni la acción militar del estado. “Frente al terrorismo solo puede haber una respuesta: derrotarlo” (Política de Seguridad y Defensa, 2003). La oposición y la crítica quedaron en desventaja. Oponerse era enfrentarse al señalamiento o la humillación que podía convertir a cualquiera en enemigo y volverlo una cifra sin historia humana. “Más que pelear una “guerra” en el sentido convencional de la palabra, es importante (y así lo considera la administración del presidente Álvaro Uribe Vélez) la puesta en marcha de una estrategia nacional de seguridad, con metas a lograr en el corto y en el mediano plazo, que contemple los mecanismos y la financiación requerida para alcanzarlas, e incorpore un conjunto de elementos extramilitares” (Caballero Argaez, estrategia de seguridad).

La política de defensa y seguridad democrática debía garantizar el control del territorio y la soberanía nacional como elementos fundamentales para la plena vigencia del estado de derecho. Esa era la misión, imperativa e inobjetable. La palabra “guerra”, fue vetada del lenguaje oficial para evitar reconocer la existencia de una confrontación entre el estado y grupos rebeldes, bajo el precepto de poder incumplir reglas universales y del DIH y hacer lo “necesario” (todo vale) para exterminar al enemigo. La orden no era pelear, era ganar, derrotar. La protesta y la movilización recibían acusaciones de estar apoyando el terrorismo, lo que valió para judicializar y perseguir. Al tiempo que se debilitaba la acción social, se promocionaba la creación de mecanismos paralelos de representación (sindical, indígena, estudiantil, de víctimas, entre otros), útiles para poner al margen a la sociedad y bloquearle su voluntad soberana. Se impuso el principio de que “el fin soberano supremo y único bien común de la patria era la seguridad” de la que se encargaba directamente el presidente y la lealtad de tropas y seguidores sería con él. Se instaló la idea de que “la lucha es de todos”, porque los males los originaba el implacable enemigo terrorista, que debía ser enfrentado sin compasión hasta ser “exterminado” porque solo de los terroristas procedía todo daño a la sociedad y a la economía y lo correcto era eliminar a ese depredador.

La red de comunicación y propaganda resaltaba “sus logros” con cifras. Positivas para el gobierno y negativas para reforzar la aterradora imagen del “enemigo” común. Se anunció al comienzo que en 2001 “los terroristas” habían ejecutado 368 voladuras de torres de energía con costos de reparación superiores a 388 millones de dólares; 170 atentados al oleoducto Caño Limón-Coveñas en 2000 y 2001, con costos superiores a 120 millones de dólares; 96 voladuras de puentes entre 2000 y 2002, con costos cercanos a 10 millones de dólares y decenas de acciones bélicas de alta capacidad de destrucción que impedían el crecimiento de la economía, afectaban la gobernabilidad y tenían al borde del abismo al país. Quedaba claro que la única salida era acabar con los “enemigos difusos” (lenguaje de la Ley Patriota americana de lucha contra el terrorismo), en particular de las Farc y el ELN que eran la fuerza “depredadora”. Esa fue la orden expresa, el credo y objetivo a conseguir, de lo demás cada quien sabría cómo encargarse.

Librar esa misión era la tarea común, que no requería ninguna orden adicional, ni documentos que lo repitieran. Cada parte de la estrategia y los apartados de la seguridad participaba de la logística de exterminio hasta convertir al estado en homicida, cada uno cumplía su propia misión para alcanzar la meta colectiva que era exterminar al enemigo terrorista, borrar su historia, destruir toda evidencia. De la gestión dependería el cómo, la metodología particular, los recursos, los planes y operaciones. La misión exigía incuestionables gastos militares y de policía que se justificaron indicando que el gasto militar era inferior al de “otros países en guerra” como Sri Lanka, Ruanda, Burundi, Lesoto, Myanmar, que en la década 90-99, habían dedicado un PIB promedio superior al 3% y Colombia apenas un 2.42%. Fue suficiente para multiplicar los gastos orientados a mejorar las capacidades en inteligencia, militares y de unidades especializadas en operaciones rápidas y especiales y de tecnologías, para cubrir todo el territorio nacional y con mayor énfasis en 165 poblaciones. Se amplió el pie de fuerza y se trató de vincular estrechamente a toda la población civil con su propia defensa, mediante fuerzas locales de seguridad, ad portas de un proceso de desmovilización de paramilitares y de querer tener un millón de informantes como base para que la patria toda actuara como un ejército de 45 millones de colombianos.

La estrategia fijó los fines y la gestión de los medios. Las órdenes se cumplieron. El gasto militar pasó a 3.7% del PIB en 2002 y según la contraloría se estabilizó en el 4.7% entre 2001 y 2007, lo que valió titulares de prensa como “Gasto militar en Colombia, el más alto del continente” (elespectador.com, abril 2008; informe del presidente al congreso, 2008). El pie de fuerza creció. De un militar por 175 habitantes se pasó a uno por cada 145, creció la fuerza policial y el costo medio anual por cada militar activo se elevó a 12.600 dólares (Ramírez, J.M, Nota sobre gasto militar). Hubo invasión total de la vida ciudadana en sus emociones. Vítores al líder, exaltación con las cifras de bajas enemigas contadas por decenas. Hubo alcaldes que declararon días de júbilo, rectores de universidades que entregaron listas de sus enemigos, funcionarios ascendidos y crecimiento de la tasa de hacinamiento carcelario. El crecimiento económico superó la barrera del 5%, la inversión extranjera se multiplicó por 4, el desempleo bajó 6 puntos (17, 8% en 2002 a 11.7% en 2007), se multiplicaron por 5 las zonas francas. Socialmente la realidad se movía entre el miedo y la esperanza, se organizaron falsedades y mentiras y la lógica de destruir para construir se convertía en la obsesión de quienes estaban asentados en el poder. La ocupación militar abarcó todas las actividades y territorios y sin mayor control las tropas actuaron como si ellas mismas fueran la ley poniendo en riesgo real la democracia y el orden constitucional.

La política de seguridad fue preparada por el alto gobierno, dirigido por un presidente investido de poder total y al mando de un plan de exterminio del enemigo terrorista. De ahí como una consecuencia salió la orden que llevó a las ejecuciones extrajudiciales de los 6402 jóvenes inocentes asesinados convertidos con humillación en cifras, frías cifras sin historia humana; la gestión orientó el cumplimiento de la misión, proveyó las herramientas, los recursos y las reglas, en cuyo nombre los victimarios recibieron honores y se proclamaron héroes, el gobierno accedió a empréstitos internacionales, fue aclamado, recibió aportes significativos en dólares americanos dedicados a seguir la muerte y una calle de Miami fue bautizada con el nombre del líder; los poderosos ajustaron sus maquinarias de poder, se “reinventaron”, se camuflaron en nuevos grupos y pequeños partidos y siguen ahí, activos como si nunca hubiera ocurrido tanto horror.

P.D. La numerología, según quienes la estudian, señala que cada persona tiene su propio número. El de la seguridad democrática y su presidente será el 6402 (de falsos positivos: inocentes asesinados por el estado). El 6 es imperfección (vinculado a los enemigos de Dios); el 4 simetría (estrategia y gestión), los cuatro vientos de destrucción plena y total; el cero, anula, deja pasar y; el 2 pone en juego a los testigos que confirman “su” validez (falsos testigos, falsos positivos, falso de toda falsedad decía el presidente).

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