Cuando era joven e ingenuo quería ser psiquiatra. Compraba todos los textos de esa especialidad y leía cuanto llegaba a mis manos sobre ella. Así conocí la antipsiquiatría, término popularizado por Cooper en su libro Psiquiatría y antipsiquiatría (1967) Me aficioné a otro autor con similar perspectiva crítica Ronald D. Laing quien, si recuerdo bien, explicaba la enfermedad mental como causada por un ego que no había podido integrarse normalmente debido a patológicas influencias familiares (padres “esquizógenos” por ejemplo). Todos esos escritores sospechaban que la medicina psiquiátrica ortodoxa, la de nuestros profesores, empeoraba el problema.
Así llegué al internado con el propósito de dedicarme a investigar la familia como fundamento de toda la patología mental. Me pasaba tardes enteras en la consulta externa del hospital esperando pacientes que confirmaran mis teorías. Recuerdo una tarde larga y calurosa cuando me dediqué a leer una biografía de Mahatma Gandhi enterándome que ese gran líder moral y político no había estado presente en el cuarto donde su padre agonizaba y moría mientras él hacía el amor con su joven esposa en un aposento cercano. Esos íntimos eventos, pensé, explican todos los rasgos buenos y malos de una persona.
Entró el último paciente de la tarde para que le renovara la prescripción de sus ansiolíticos en otro formulario. Lo senté ante el escritorio y lo interrogué cuidadosamente sobre su vida de pareja. El pobre hombre me la resumió en una conversación de media hora. Le escribí la fórmula de sus medicamentos y se retiró. Diez minutos después salí del hospital. Al subir a la buseta me lo volví a encontrar y ambos nos ruborizamos de vergüenza. Él por lo que me había relatado. Yo porque de repente me di cuenta que al paciente no le interesaban para nada mis novedosas teorías sobre su enfermedad. Solo necesitaba que le prescribiera sus ansiolíticos. Quizás allí empecé a desilusionarme de la psiquiatría: largas lecturas, grandes e interesantes teorías, práctica clínica difícil y rutinaria. ¿Alguno de ustedes ha conversado con un depresivo semana tras semana? Comprenderán entonces por qué un terapeuta a pesar de sus mejores intenciones puede cabecear de sueño durante la consulta.
He recordado estas anécdotas por una publicación reciente que proclama por enésima vez La psquiatría está en crisis. Se reseña ahí un libro del periodista Robert Whitaker (“Anatomía de una epidemia”) que ilustra esta crisis con las siguientes cifras: en 1955 había 355.000 personas en hospitales con un diagnóstico psiquiátrico; en 1987, 1.250.000 recibían pensiones en EE. UU. por discapacidad debida a enfermedad mental; en 2007 eran 4 millones. El año pasado, 5 millones. Parecería que nada ha cambiado en los últimos cincuenta años. Continuamos teniendo una pésima imagen de la psiquiatría, casi todos somos antipsiquiatras hoy.
Una semana después en el mismo diario español, El País, el presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría sale a defender esa especialidad médica. Nótese por ejemplo que la cita de Whitaker habla de pacientes hospitalizados con un diagnóstico psiquiátrico en 1955 y luego habla de personas que reciben pensiones por discapacidad debida a enfermedad mental en 1987, 2007 y el año pasado. Esto demuestra que tras el descubrimiento de la clorpromazina en Francia (1951) progresó rápidamente la desinstitucionalización del enfermo mental. Un avance verdadero pues ya no se hospitalizan las personas por largo tiempo en un manicomio, punto a favor de la psiquiatría actual. Otra cosa es que la sociedad no sabe qué hacer con el enfermo mental pues las estructuras comunitarias y familiares de apoyo han desaparecido.
Como ven la polémica psiquiatría versus antipsiquiatría es agria y compleja. Una frase de Gutiérrez Fraile, el médico que defiende la psicofarmacología, me dejó pensando. Se pregunta: existe todo un movimiento social contra la psiquiatría entonces ¿por qué no hay una anticardiología o antidermatología?
La infelicidad no se cura:
se alivia, se acompaña,
se consuela o se soporta pero no se cura.
Creo que se debe a que esperamos demasiado de la psiquiatría, no simplemente la revascularización de un infarto de miocardio o la extracción de un lunar. Demandamos de la psiquiatría el completo bienestar mental. Casi podríamos decir que esperamos de ella la felicidad sin depresiones ni ansiedades. Y el British Journal of Psychiatry nos recuerda “Las pastillas pueden servir para esconder el malestar, para esconder la angustia, pero no son curativas, no producen un estado de felicidad”. La infelicidad no se cura: se alivia, se acompaña, se consuela o se soporta pero no se cura. Y menos con fármacos.
Además yo creo que sí existe la anticardiología, por ejemplo quienes tercamente se niegan a seguir un estilo de vida saludable aconsejado por sus cardiólogos. Y la antidermatología de quienes siguen bronceándose al sol contra toda la evidencia publicada. Y una antimedicina generalizada con demandas exageradas a nuestro viejo oficio: se espera que cure todo con pildoritas o cirugías. Si no lo hace, es mala.