Los que se interesaron por el movimiento conocido como New Age lo llamarían Serendipity, ese descubrimiento que se hace por azar cuando se busca una cosa y se encuentra otra. Lo cierto es que en los últimos días las palabras eutanasia y suicidio, con la fuerte carga emotiva que conllevan, han aparecido con frecuencia, y por puro azar, ante mis ojos: leyendo un libro de historia, me enteré de la valerosa muerte de Ático, el elegante editor de Cicerón, un hombre cuyo amor por la cultura griega le valió dicho apelativo. Ático se destacó entre los romanos por su aversión a la guerra, por su amor a las letras y su afición al buen vivir. Aquejado de una dolorosa enfermedad digestiva, quizás un cáncer, se dejó morir de hambre. Cuando alguien le preguntó por qué se negaba a tomar alimento, respondió con lógica irrebatible que alimentar el cuerpo en esas condiciones, era nada menos que alimentar la enfermedad. Y así terminó, de manera digna y sin prolongar sus sufrimientos.
Ese mismo día llegó a mis manos The peace fulpill, título que podría traducirse como La píldora de la paz, un libro escrito por dos médicos australianos. El texto tiene profundas reflexiones sobre la vida, la muerte, el suicidio, los aspectos legales del mismo. Escrito en un lenguaje sencillo, es una especie de recetario para dejar de vivir de manera fácil, sin violencia ni dolor. Con sucesivas ediciones y actualizaciones, ha pasado a ser fuente de alivio para personas en su mayoría aquejadas por crueles enfermedades terminales.
Y quién no se habrá enterado en las últimas semanas del suicidio asistido de una hermosa y joven enfermera, Brittany Maynard, quien después de hacer pública la decisión de facilitar el proceso de su muerte por un cáncer cerebral, viajó de California al estado de Oregon, cuya legislación lo permite, para ingerir un coctel de medicamentos letales bajo la supervisión de un médico. Gracias a ello Brittany pudo terminar su ciclo vital de manera apacible, en una habitación de hotel, acompañada de sus seres queridos. Una muerte que además de la prensa se ha hecho pública a través de las redes sociales, y de una página Web con millones de seguidores.
El hecho de que el tema se ventile de manera reiterativa, y el interés que ha despertado este último caso, señala una preocupación real y constante por un derecho humano al que las leyes hacen difícil de acceder cuando las circunstancias lo exigen: el de morir con dignidad. Es de lamentar que solo pocas personas como la joven enfermera, tengan la posibilidad de vivir la muerte desde su propio yo. Cosa que no ocurría en otras culturas, como la clásica, de la cual es ejemplo el editor de Cicerón. En tal sentido hemos dado un retroceso, un absurdo salto atrás. Porque el oscurantismo que hoy rodea este hecho tan fundamental como el de nacer, obliga a lo contrario, negando así un derecho esencial.
La vida (y por lo tanto la muerte) pertenece a quien la ostenta. No a la familia, ni a las instituciones, ni al sistema de salud. Cada ser humano debe poder conocer claramente la gravedad de su enfermedad y las implicaciones de la misma. Lo contrario denigra de su valor como persona, de su capacidad para enfrentar momentos en los que de ser físicamente posible, debe contar con toda la conciencia, la lucidez y el conocimiento, quedando en entera libertad para expresar su determinación al respecto. Asumir la propia muerte de manera autónoma, mediante la eutanasia, o el suicidio asistido, es una de las más bellas formas de responsabilidad frente a sí mismo. El hecho de que sean otros quienes tomen el protagonismo y las decisiones que solo a la persona competen va en contra de la razón, de la dignidad, de la libertad.
En Colombia patinamos sin resolvernos en torno al tema, o damos como el cangrejo, un pasito adelante y otro atrás. Hasta el momento, priman las voces de la censura, aquellas que consideran la eutanasia como un asesinato, el suicidio un autoasesinato. Las discusiones en el Congreso no se resuelven en favor del mayor derecho del ser humano, y voces como las del senador Armando Benedetti, quien trata de radicar un proyecto de ley para reglamentar la eutanasia, como la de la doctora Carmen Ochoa, directora de la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente, o como la del médico Gustavo Quintana, abanderado de la eutanasia, se elevan débiles en medio del clamor de la censura.
Me inclino por el concepto de otro médico, el doctor Juan Mendoza, quien va más allá, insistiendo para que en Colombia no se reglamente un asunto que debe quedar en manos del paciente y de su médico. Igual que lo están las decisiones sobre el estilo de vida que este debe llevar, los tratamientos a seguir, la duración de los mismos. Es inexplicable que al llegar al final del proceso se eleven las voces divinas y humanas, coartando la libertad individual.
Un concepto sensato y humanitario, el del doctor Mendoza. Ojalá algún día sea acatado por una sociedad capaz de mirar la salud y la enfermedad, la vida y la muerte, de manera compasiva, comprensiva y libre de prejuicios.