Estoy con la minga, que Duque vaya al Cauca
Opinión

Estoy con la minga, que Duque vaya al Cauca

Desde esta experiencia en la Sierra Nevada guardo un absoluto respeto por la palabra de las comunidades indígenas que reclaman sus derechos. Sus razones son incontrastables

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abril 05, 2019
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Comenzando los años noventa, una mañana bajaron a Santa Clara, un corregimiento de Fundación, en la Sierra Nevada de Santa Marta, varios integrantes de un resguardo arhuaco, ubicado varias horas adentro, en terreno montañoso. Venían en busca de una comisión de las Farc. Necesitaban ayuda para solucionar un problema.

Me correspondió atenderlos, por lo que escuché con atención sus palabras. Venían en representación de su comunidad y con el visto bueno de sus autoridades. El problema era una tierra. Un colono se había apoderado de un lote de terreno en el resguardo, que alegaban era propiedad de ellos, de una familia indígena que se había visto privada de su tenencia.

Tras conversar largamente con ellos, acordamos que el domingo siguiente los visitaríamos, a fin de examinar sobre el terreno las cosas y determinar qué  podía hacerse. Así lo hicimos. Como todo resguardo en la sierra, éste estaba rodeado de bosques naturales, por en medio de los cuales corrían hermosas quebradas y brotaban nacimientos de agua.

Antes de mi ingreso a filas yo había sido fundador en el Cesar de la Unión Patriótica, junto a un grupo de jóvenes soñadores. En mi trabajo político había subido repetidamente a la serranía del Perijá, donde había hecho amistad con campesinos. Para mi sorpresa, el colono con el que los indígenas tenían el problema era uno de ellos. Se alegró mucho al verme.

Tenía idea de que yo, al igual que algunos de mis compañeros de militancia, habíamos terminado por ingresar a las Farc, dado el ambiente general de hostilidad contra nosotros. Pero nunca se había encontrado con ninguno. Para él era casi una bendición, que yo fuera el encargado de resolver el problema con los indígenas. Era su amigo, era normal que le ayudara.

Le dije que íbamos a examinar el asunto, que en lo que fuera justo podía contar con nuestro apoyo, pero que la solución del caso no iba a depender de nuestra amistad. Aceptó de buen grado mis palabras. Estaba convencido que la razón le pertenecía. Otros colonos vinieron a acompañarlo. Los indígenas se fueron presentando poco a poco, hasta conformar un grupo numeroso.

Había hombres, mujeres, niños y niñas. Todos sentados en el piso formando un aro irregular. Los hombres con sus poporos en la mano e intercambiando hojas secas de sus mochilas. Algunas mujeres tejían en silencio. Al fin comenzaron las exposiciones. La discusión era por un potrero. Mi amigo afirmó que había comprado las mejoras y que ese potrero hacía parte de ellas.

El vocero indígena lo contradijo. Ese potrero era propiedad de un indígena, cuya tierra colindaba con la del colono. Siempre había sido así. El anterior propietario lo sabía, toda la comunidad daba fe de ello. Por un momento se agrió la discusión. El vocero indígena recurría a la opinión de los  suyos, que asentían sus palabras. El colono levantaba la voz y reclamaba con energía.

Los otros colonos lo apoyaban en su dicho. Para mí fue claro, el problema se debía a que los campesinos migrantes habían colonizado tierras dentro del resguardo. Algunos vendían las mejoras y el adquirente creía comprar tierras sin problemas. Aventuré entonces a proponer un arreglo. Si las posiciones eran tan encontradas, por qué no partían el potrero.

 

El vocero indígena adoptó un aire solemne y manifestó que ellos no podían aceptar.
No era llegar a un acuerdo con el colono, sino de recuperar lo que era suyo.
La tierra les había pertenecido siempre

 

El colono aceptó a regañadientes. El vocero indígena en cambio adoptó un aire solemne y manifestó que ellos no podían aceptar. Es que no se trataba de llegar a un acuerdo con el colono, sino de recuperar lo que era suyo. La tierra era de ellos, les había pertenecido siempre. No veían por qué debían ceder la mitad. La comunidad aprobó sus palabras.

El colono alegó entonces que el indígena no tenía animales, mientras él sí. El indígena no iba a necesitar el potrero, con toda seguridad que lo dejaría enmontar. El vocero de la comunidad intervino de nuevo. Los colonos no podrían entenderlo nunca, porque su mentalidad era distinta, solo veían en la tierra un objeto de explotación, tumbaban la montaña.

Ellos no. Conocían el valor de ella, velaban por conservarla. No tenían ambición de producir para hacer dinero. Eran felices con la naturaleza. No cederían nunca en sus derechos, alegarían por ellos una y otra vez, cuantas veces fuera necesario. Hasta que consiguieran lo suyo. No apelaban a la violencia tampoco, solo estaban allí, todos, esperando justicia.

Decidimos que la razón era suya. Aún recuerdo las lágrimas del colono amigo. Sentí pena por él. Regresamos en la tarde a Santa Clara comentando lo que habíamos visto y aprendido. Desde entonces guardo un absoluto respeto por la palabra de las comunidades indígenas que reclaman sus derechos. Sus razones son incontrastables. La razón es suya.

Lo certifica su larguísima resistencia, su cultura, su lengua, su secular sufrimiento. Por
eso estoy con la Minga. Que Duque vaya al Cauca.

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