Un buen escritor de este portal dice que el día cuando llegó a Bogotá descubrió de inmediato que el infierno podía ser frío. De infiernos, y predominantemente de purgatorios teológicos no sé todavía, aunque para ser honesto acepto que Bob Dylan tiene razón en que “estamos ocupados muriendo” e imagino, más bien, que tras el placer y la muerte debe haber la nada, una nada por sí misma reparadora.
Pero esto no es acerca de purgatorios o nadas, no al menos hoy. Es de Bogotá a lo que va el asunto, una ciudad que aporta el tono denso suficiente para ponerle a cualquiera los nervios de punta, pero a la vez un lugar enorme y necesario al que no resulta justo definir únicamente por sus más palpables cicatrices, solo por los líos o las tremendas incomodidades.
A veces para uno y para la mayoría de aquellos con quienes habla, sobre todo si han pasado la edad en la que todo fastidia y todo hiere, esta ciudad es una m….. y la culpa ahora es de Claudia López, como lo fue de Peñalosa y Petro, de todos los que entraron y entrarán turno. En las conversaciones disgustadas se encuentra acá una villa que parece prolongada antesala de la horca; es intransitable, trancada, congestionada, ahogada en mal aire contaminado; es sucia, llueve y hace sol como le da la gana; es insegura, es delincuencial, es desorganizada y no semeja nunca la ciudad de 15 minutos que ofrece el plan de gobierno cada cuatro años, todo se sitúa lejos y demorado.
También se comenta que Bogotá, la masa que devora y arroja gente al trabajo, que la enlata en buses anárquicos por horas, casi siempre fue y se ha puesto más fea (no por supuesto en los escasos barrios relucientes y resguardados); una gigantesca fabrica de ladrillo, de edificios apretujados, famélicos, cundidos de ventanas cuadraditas, igual que sepulturas, todas plagadas de carteles rojos en arriendo o venta.
Aquí la mayoría de cosas dan apariencia de improvisadas: los retenes de policías borrosos, obras a tirones, los semáforos, las aceras de baldosas despegadas escupiendo lluvias a quien las pise; los funcionarios que disparan al aire estadísticas de esperanza sobre el descenso de homicidios, las marchas de mil pelajes, un enjambre de motos a la ofensiva, el lacrado aeropuerto, huecos por curar y más huecos por abrir.
Y la verdad es que sí, todo eso y añadiduras en la lista ocurren en Bogotá. Pero no es acá el profundo escupitajo del universo, es más bien este un lugar hecho capital a la fuerza, que por lo tanto recoge todo cuanto acontece en el país caótico, que recibe a todos y responde con lo que tiene, e incluso a veces con más de lo que tiene.
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Si no se le puede querer, cuando menos se le puede entender y se le puede habitar gozando siempre que uno esté dispuesto a desplazarse entre desafíos y algunas concesiones
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Así es que, si no se le puede querer, cuando menos se le puede entender y se le puede habitar gozando siempre que uno esté dispuesto a desplazarse entre desafíos y algunas concesiones.
Bogotá, en últimas, más allá de la mucha o poca capacidad de cada gobierno, por ella misma parece haber tomado su opción, una opción por la gente que busca oportunidades de trabajo y estudio, gente que viene de otros lados para sobrevivir, que mezcla identidades, que puede cohabitar en espacios mínimos en donde el decorado no es prioridad; personas que no se desvanecen porque esto no se parece a Copenhague, que pueden moverse caminando o pedaleando en rutas improvisadas, comer rápido y andar rápido.
Está claro que Bogotá no será nunca la ciudad soñada con una gran marquesina que la cubriera de la lluvia pertinaz. Ya no conseguirá maquillarse lo suficiente para parecer bonita, no fluirán carros por grandes avenidas y elevados, no será pronto que circule un metro, ni caminarán felices los niños entre alamedas floridas a sus escuelas. La pobreza tampoco desaparecerá y por lo tanto tampoco será este un territorio de utopías.
Aquí, a pesar de la característica grisura del cemento sucio, pese al trancón, pese a ese desbarajuste, están las oportunidades, los servicios, las ofertas de salud o educación que escasean en casi todo el suelo del país, de manera que todos vienen por ellas, vendrán más y tienen derecho a hacerlo.
¿Quiere decir esto que callamos, pasamos y ya no reclamamos nada? No, de ninguna manera, pero conviene no contar todos los días la misma historia, sobredimensionar los anhelos, ni lo que tanto incomoda.