En el país se ha armado un alboroto monumental que ha servido como combustible para todos los medios de comunicación y sitios en donde alguien pueda opinar sobre el asunto. El barullo tiene que ver con la acción realizada por indígenas de la comunidad misak en Popayán. Los manifestantes del inconformismo enlazaron el monumento de Belalcázar y, en medio de gritos y tirones, procedieron a derribar a Sebastián, que durante años estuvo divisando, desde el cerro Tulcán, la hidalga ciudad que otrora fuera llamada “Asunción de Popayán”.
El hecho generó el ofrecimiento de hasta 5 millones de pesos para quien ayudara a identificar a los responsables del “estatuicidio”; pues don Sebastián estaba allí tranquilo, montado en su caballo desde el año 1937. Muchos opinadores argumentaron que el monumento no merecía el derribo a que fue condenado. La ministra de Cultura también se pronunció lamentando y rechazando los actos cometidos a la estatua.
Mientras tanto, los autores del derribo señalaron que había caído el símbolo de 500 años de humillación y dominación a los pueblos indígenas; que habían logrado derribar la representación del genocidio, el despojo, la humillación, la violación, entre otros cargos del largo prontuario que le desempolvaron al señor de la estatua.
Entonces como uno es curioso recurre a los libros de historia para refrescar los conocimientos que le quedaron de los estudios del colegio —hecho que sucedió hace ya bastante tiempo— y se entera de que la historia no niega nada de los cargos que le imputan al derribado como: daños, en todos los órdenes causados por la invasión conquistadora, despojo de la tierras, que aún hoy reclaman los indígenas, el menoscabo a sus prácticas culturales, las guerras desiguales que tuvieron que enfrentar, entre otros sucesos que produjeron la decisión tomada.
En un comunicado leído por los indígenas dejaron en claro el porqué de la acción: “declaramos que la estatua erigida desde la década de los 30, hace parte de la violencia simbólica que nos ha oprimido y nos ha puesto en un lugar de olvido”.
Otro detonante que causó la acción reivindicativa es la masacre de líderes indígenas que se ha venido dando desde hace algún tiempo y el incumplimiento a los acuerdos a los que se llegó con estas comunidades.
Pero es que en este mundo globalizado no hay fenómenos locales, en un santiamén se vuelven globales y se producen hechos que pareciera como si hubiesen sido acordados alrededor del mundo. El desfogue en contra de las estatuas ya es un suceso común: recordemos que en Boston, luego de la muerte que le causaron unos policías a George Floyd en Mineápolis, se produjeron acciones de derribo contra estatuas de Cristóbal Colón.
Pero no solo ha sido Colón el que ha llevado del bulto. “También generales de la confederación, personajes esclavistas y, en Londres, un par de vendedores de negros cuyas efigies lucían flamantes en pleno espacio público. En Bélgica le tocó el turno a la del rey Leopoldo II, responsable del genocidio negrero en el Congo”, señalan algunos medios.
Ahora la protesta tiene más simbolismo que antes pues están derribando monumentos que representan la opresión y el vejamen que los pueblos del mundo han tenido que soportar. Muy seguramente, como en otros lares, por estos también deberían revisar quiénes merecen una estatua y cuáles deberán ser bajadas de sus pedestales.