Como pequeño empresario del sector turístico, mirando en retrospectiva un año tan pésimo para la economía (especialmente para nosotros), he llegado a la conclusión de que lo peor no ha sido el cierre forzado por más de seis meses debido a la pandemia, tampoco la poca presencia de clientes debido al temor al contagio, ni mucho menos la ñapa recibida de la madre naturaleza con lluvias incesantes y huracán incluido. Lo que realmente me tiene indignado y decepcionado es la política de la deyección a la que nos han sometido sin sonrojarse nuestros padres de la patria.
Que el presidente dio billones a los bancos para que nos ayuden, vamos a los bancos y nos tratan como perro en misa, y descaradamente nos dicen que somos empresas pequeñas con demasiado riesgo. Que la gobernación aportó miles de millones a los bancos de segundo piso para que nos socorran, vamos rápidamente a solicitar un préstamo y las entidades dicen que no tienen ni idea de lo que estamos hablando. Y de los alcaldes ni hablemos, si llegan es a tomarse la foto de rigor y a exigir que para la reapertura cumplamos con todos los protocolos de bioseguridad.
Mientras todo esto pasa, recibimos incesantemente y con dolor de patria las llamadas de todos los miembros de nuestras pequeñas economías: los empleados con hambre, los proveedores intentando sobrevivir, el muchacho de la moto que nos hacía las vueltas más confundido que Adán el día de las madres, etcétera. Además, poco a poco vemos a nuestro alrededor el cierre del almacén del cliente, del restaurante otrora próspero del amigo, del chuzo de la señora de los fritos... y comenzamos a observar a la pareja de recién casados vendiendo cualquier producto en el carrito del bebé.
Y para evitar convertirme en otro Adán García, enciendo la televisión para distraerme y lo primero que veo es al político de siempre, exponiendo unas cifras que ni él mismo se cree, y con la mirada en ristre solo digo: "Ahora sí nos llevó el putas".