Estamos cansados y humillados, pero no destruidos

Estamos cansados y humillados, pero no destruidos

"Con todo el agotamiento y la rabia a cuestas por lo que pasa en Colombia, nosotros mismos nos vamos a levantar a parir un mundo nuevo"

Por: Lilia Solano
septiembre 29, 2020
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Estamos cansados y humillados, pero no destruidos
Foto: Las2orillas

Sinn Fein fue el eslogan que utilizaron como plataforma los nacionalistas irlandeses desde 1905, mientras luchaban por independizarse del dominio británico. Estas palabras significa “nosotros mismos” o “estamos solos”, y fueron también un llamado a la unidad: “aquí todos somos uno”, que pretendía resaltar el aislamiento político de los individuos en ese momento particular de su historia.

En la más reciente edición dominical de El Espectador, William Ospina se sentó al lado de Ciro Alegría, quien ya estaba compartiendo un aguardiente con Porfirio Barba Jacob y, haciéndole eco a Álvaro Cepeda Samudio y a Samuel Beckett —que también andaban por ahí esperando—, lloró. El escritor colombiano expresó en su columna del periódico: “Estamos cansados de esperarlo todo y de no recibir nada”. Estas palabras le hacen eco a las que literalmente se escuchan por montañas, ríos y barrios periféricos en todo el país. Sin embargo, solo conseguiríamos banalizar la historia si viéramos las expresiones de dolor e indignación como simples ejercicios de catarsis, de alivio de las graves cargas sociales, psicológicas y afectivas que nos agobian.

Los estudiosos en los temas de posconflicto coinciden en que una etapa de importancia clave en la construcción de una sociedad que se empeña en dejar atrás la violencia como tramitación de sus conflictos, la constituye la etapa del duelo.

El cansancio, ese que proviene de saber que “todos andamos a la espera” (Cepeda Samudio) de una transformación que a veces se asoma, pero que nunca llega (Beckett), mina el entusiasmo que lo mantiene a uno de pie, cercena la esperanza (Barba Jacob). Nos roba el mundo, lo aleja de nosotros (Ciro Alegría) al punto que hasta la indignación se agota.

Cada semana la rama ejecutiva del poder público en Colombia saca de su inagotable capacidad de responder, un nuevo ardid de perversidad política. El más reciente consistió en responder con desacato una orden del máximo tribunal de otra de las ramas del poder público, el judicial, que busca ponerle fronteras al derramamiento de sangre y asesinatos en las protestas. Cuando uno espera, quizás pensando con el deseo, por cuanto los ciudadanos de a pie aspiran a que sus dirigentes se distingan por un compromiso ético, que los pongan a la par con las exigencias de sus mandatos; el régimen de turno se ha hecho consciente de no haber llegado a un límite, hay todavía a la espera una nueva expresión de control violatorio del orden constitucional.

Cualquier observador diría que, en efecto, se cumplió ya el sueño dictatorial del gobierno. Quizás el único espacio que aún le falta copar es el de la junta directiva del Banco de la República. Sin embargo, sin necesidad de que se haya alcanzado un estadio de tal plenitud de los tiempos, se respira una atmósfera de agotamiento de la historia. El desprecio del gobierno por las reglas democráticas de juego que establece el equilibrio de poderes pareciera indicar como si, en efecto, la historia llegó ya a su punto culminante. El cansancio resultante no daría para soñar alternativas a corto plazo.

Son indudables las dimensiones de odio de clase que provienen de los más poderosos de la estructura social colombiana. Sin embargo, es un odio cuya atrocidad supera la esfera de la moral individual. Se trata del odio como mecanismo de ordenamiento social, de control de privilegios de clase y de humillación ante el capital transnacional.

Si bien estamos cansados y humillados, no estamos destruidos. Si bien se ha concretado un proyecto de establecimiento de una dictadura, todavía no agoniza el sistema de equilibrio de poderes. La Corte Suprema de Justicia, con su exigencia al ejecutivo de deponer las armas, lanza un necesario hálito de esperanza. Todavía la gente del común sale a la calle y si el espacio está plagado de balas perdidas y agentes de la fuerza pública que aseguran no necesitar autorización de nadie para usar sus armas, consiguen, así sea momentáneamente, transformar un centro de tortura (CAI) en una biblioteca y hacerle decir a una pared blanca toda una historia de atropellos. Con todo el agotamiento y la rabia a cuestas, nosotros mismos nos vamos a levantar a parir un mundo nuevo.

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