Un evento inesperado, en especial por los repercusiones de orden existencial que ha generado, se ha convertido en el elemento disparador de la conciencia de la humanidad sobre su fragilidad como especie.
Se trata del famoso coronavirus que en muy poco tiempo y cuando nos creíamos más o menos invencibles, ha puesto al mundo en alerta, al atacar de manera profunda dos pilares donde se asienta gran parte de su seguridad: la salud y la economía. Un fenómeno que lo podríamos haber dado por descartado, inclusive ya cercados por él, dado el bagaje científico del que tanto se ha preciado nuestra civilización.
Pero teniéndolo encima y sin soluciones inmediatas a la vista, estamos asistiendo a una reconfiguración rápida del poder y la sociedad que pronto nos está llevando, en búsqueda de sobrevivir, a situaciones que en tiempos normales solo son tenidas en cuenta por quienes, como científicos, se dedican a rastrear el pasado de la humanidad, en especial en condiciones difíciles que jamás imaginábamos repetir.
Es una especie de lento regreso a la tribu —esta vez global gracias a la tecnología— donde las ideas y costumbres obedecían solo al fin básico de cuidar la vida, y el sustento material tanto en comida como medicinas estaba supeditado a ese objetivo específico. Una maravillosa e impensable experiencia hacia nuestro pasado cuya vigencia y huella dependerán de la vacuna que nos entregue la ciencia, pero que, dure lo que dure, nos dejará lecciones que jamás debimos olvidar.
Y entre estas especialmente las que conciernen con la vigencia del Estado por un lado y del capitalismo en representación de la economía por el otro. Que se hacen, cada día que persiste la crisis, más notorias precisamente por lo que habían llegado a ser —en especial los últimos 60 años de reinado del neoliberalismo— cuando el primero, abdicando de su obligación de cuidar a todos los que estaban bajo su responsabilidad, se dedicó a ser el sirviente del segundo que se proclamó la razón de ser del resto de la realidad.
Un dogma de consecuencias perversas que la madre naturaleza —en una de sus versiones más elementales, como lo es un virus— ha venido erosionando en pocos días, obligando, ante el afán primitivo de la especie por sobrevivir, a que cada institución regrese a su rol original, donde el Estado recupera su importancia irremplazable como responsable de la vida, y la economía retorna a su objetivo inicial de proveer a todos con recursos limitados.
Imposibilitados para calcular el tiempo, los costos y efectos del coronavirus, que pueden ser tan prolongados y abrumadores que podrían cambiar la visión y perspectivas que tenemos de nosotros mismos, ya que de no librarnos de su mortal acoso en un tiempo menor a unos meses, quizás no quede en pie sino el cascarón de lo que fuimos. Porque de hacerlo pronto como todos esperamos —y olvidada la finalidad básica de existir— volveremos a las andadas con mayor saña: los ricos a recuperar lo perdido y algunos otros a acomodarse entre los resquicios que conducen del bien pasar contingente a la pobreza y miseria de la mayoría.
Pero si nos atenemos a la realidad actual y su inmediato futuro, asistiremos al aparatoso repliegue y finalmente el desatino del hipercapitalismo que habrá demostrado que su endiosamiento era insostenible como verdad absoluta, pues a sus frecuentes crisis sistémicas en circunstancias conocidas por todos como normales, añade su inviabilidad creciente ante otras más perentorias como la preservación de la existencia humana.
Pese a que algunos gobernantes, como Trump y Bolsonaro, anclados en el rechazo demencial al Estado, aún en circunstancias irresolubles para la vida de sus compatriotas y del resto del mundo, pretenden relegar, alimentando con artificios especulativos el maderamen empresarial privado que, por principio, no está para cubrirlas sino lograr mayores beneficios para sus detentadores.
Actuar absurdo que obedece a la consigna de que el capitalismo salvaje debe perdurar por encima incluso de la tragedia humana. Desestimando que la compleja realidad que tenemos al frente no está para manejarla y resolverla con los limitados conceptos del mercado y la rentabilidad. Y perturbando de paso con su bizarra acción la evidencia cada día más clara —a causa del campanazo que ha representado el coronavirus— de los estragos indetenibles con que la crisis climática del planeta nos castigaría en muy corto tiempo.
Evento terrible que, hasta ahora, no hemos asumido de manera responsable, a pesar de ser un fenómeno comprobado científicamente y cuya irresolubilidad actual coloca en inminente peligro la especie humana por atentar contra su hábitat natural. Si el coronavirus nos ha puesto en dificultades que difícilmente hubieramos creído días antes de que nos empezara a asustar, qué podría sucedernos —si no la desaparición dolorosa de la especie— en el caso de que nuestro entorno, fruto del abuso al que lo hemos sometido, comenzara a cambiar de manera acelerada, produciendo catástrofes incesantes y generando condiciones ambientales letales para el cuerpo humano, cuya solución ya no sería materia de vacunas.
Consideraciones trascendentales que no nos hacen partidarios de un estatismo absoluto ni de la desaparición del capitalismo, pero, de salvarnos de la pandemia que atravesamos, sí de que se conviertan en oportunidad inigualable para asegurarnos de que el Estado vuelva a ejercer el poder suficiente para equilibrar el afán de lucro de unos pocos y la vida de la mayoría que se encuentra en peligro inminente.