Un hombre es asesinado mientras almuerza tranquilo en la cafetería de la Gobernación de Cundinamarca, una entidad que se presume cuenta con esquemas de seguridad de un nivel superior. Sin embargo, seguramente ese sistema de seguridad también se encuentra sometido al mismo factor que predomina en el resto del país: corrupción.
Es una paradoja que se repite en nuestro país en numerosos ámbitos. Es como las puertas de TransMilenio que, aunque supuestamente deberían impedir los colados, solo logran que las personas que tratan de entrar o salir de un articulado se encuentren con un obstáculo más del desgastado sistema. Aún así los corruptos colados encuentran la manera para romper las puertas, dañarlas o saltar de alguna manera el procedimiento de seguridad. Hoy pasó lo mismo en la Gobernación de Cundinamarca, los servicios de seguridad sirven para detener al campesino que cultiva, para detener al ciudadano que necesita reivindicar su derecho, o incluso para el funcionario que olvidó su carné. Para lo que no sirve el sistema es para detener el crimen, a los corruptos, a los que están acostumbrados en este país a saltar el procedimiento regular. Lo saben hacer a la perfección: es una clase que se ha instalado promoviendo la cultura de la trampa.
Ejemplos hay muchos, bien se puede hablar de los entes de control del estado colombiano. Fueron diseñados para detener la corrupción, tienen un costo exorbitante para el estado, pero su único logro es retrasar la ejecución de los proyectos de inversión. Los corruptos ya saben que los tienen en el bolsillo, son capital burocrático que se reparte desde el Congreso y baja por todo el esquema de clientelismo que se ha instalado en Colombia y que ahora está legitimado por una ciudadanía en la que aproximadamente 25 millones de personas son indiferentes o cómplices de la corrupción.
Estos, los "vivos" de Colombia, los que por engañar en el currículo consiguieron el empleo que no sabían ejercer, los que se roban TransMilenio, los que evitaron el procedimiento meritocrático porque tenían un amigo que arregló las condiciones del concurso, los que se roban la séptima en una obra que ya acumula años, los que hacen licitaciones amañadas, son el acumulado que configura el cáncer que corrompe a este país. Eliminar este mal no es sencillo, menos aún cuando una parte tan importante de la población está de acuerdo con ella y además cree que es una manera de salir adelante, de progresar, de prosperar. La falta de oportunidades es la excusa del corrupto y del narcotraficante.
Es tal el poder de la corrupción que incide en el derecho a la vida de ciudadanos de toda clase, sindicalistas, líderes sociales, periodistas y hasta funcionarios del estado. Es la lucha por determinar quién es el más corrupto, como si se tratara de un premio. Los ingenuos que ejercen prácticas de corrupción a menor escala y creen que son los ‘vivos’ son tan responsables como los que robaron Reficar. Mientras no tengamos claro que como sociedad tenemos costumbres corruptas, no erradicaremos el mal. El Congreso es el nido de corrupción, pero eso no significa que cada colombiano con sus actos también esté dando prioridad a la trampa como medio de movilidad social.