La solidaridad que necesitan nuestros pueblos no debe ser ni filantrópica, ni conmiserativa, ni generosa. Esa no es la filosofía. La idea de una solidaridad vinculante requiere un modo de participación estatal donde prevalezcan los lazos institucionales para disminuir la colosal crisis que dejará la incursión pandémica de la peste.
Los tejidos sociales del Estado, con todo su establecimiento comprometido, deben señalar un carácter horizontal, como un deber y una obligación racionales, para que los paliativos no se ofrezcan como una dádiva de burócratas y gobernantes y, sea el Estado, el que surja como supremo intermediario para resolver la crisis.
Está en juego la arquitectura del Estado y no el discurso y la postura de quienes suelen fungir como redentores supremos.
Irónicamente, cuando el Corona Virus se democratiza en el mundo, no ocurre lo mismo con la democracia que, no obstante, induce a mirarla como un proyecto universal, con énfasis en el símbolo del consenso, amparado por estrategias sociales que, en teoría, despliegan intereses colectivos.
Es, en esa línea, que la democracia, infortunadamente, hoy calificada como la civilización del capital, se impone sobre los intereses colectivos mediante la explotación, la coerción y la hegemonía, y crea escenarios de desigualdad, que prevalecen en virtud del blindaje de la dominación.
Y, naturalmente, no se necesita teorizar sobre la naturaleza política del Estado contemporáneo que, en apariencia, cumple con una misión democratizadora, pero que ha pasado a ser un instrumento de intermediación del mercado y cumple idóneamente con el objetivo de recortar las conquistas históricas de las clases sociales subalternas, mediante ofensivas neoliberales privatizadoras, imponiendo, así, la teoría despótica del Estado mínimo.
La postulación utópica, ilusoria y quimérica, de hombres y mujeres libres en la democracia liberal, rompe con los espacios societales igualadores, no constituye hoy, como lo planteaba Rousseau, un modelo emancipatorio y, antes por el contrario, ha terminado por imponer un entramado de dominaciones económicas.
Teoría social histórica por un lado, dinámica de movimientos igualitarios, postulados como equivalencias sociales, por el otro, y, en la práctica, distanciamiento con las mayorías en todos los espacios del bienestar, demostrando que el orden burgués se ha impuesto como tesis social universal. Sin embargo, es bien sabido que en una sociedad generadora de desigualdades sociales la cuestión de la equidad no puede soslayarse por mucho tiempo y tiene un contenido político de orden exigente.
Es, en esa perspectiva, donde la democracia, como identidad política igualadora no existe sino en las urnas electorales, ficción fabuladora que perpetúa el mito de la equidad y la justicia, espacio público donde millones de indefensos y desamparados ciudadanos, sobreviven contemplando la fuente de sus derechos vulnerados.
Tiempos para recordar las luchas de los franceses cuando suprimieron la nobleza, que aún existe, y continúa refugiada en discursos redentores que prolongan el tinglado de la igualdad a su favor.
Épocas que, en momentos de pandemia, en condiciones políticas, económicas y sociales diferentes, hacen recordar las depravaciones y el hambre en las Comunas de París, que originaron la Revolución Francesa, mientras los pobres, consternados y sin protección en el planeta, perseguidos policivamente en Colombia, o estigmatizados por ser indígenas acuden, estérilmente, al Altísimo para mitigar la desolación y la miseria que prospera en los de Abajo, en tanto que la clase media, extendida y reeditada, sobre todo en América Latina, desahuciada por el Estado, escamoteada y defraudada, se limita a repetir con Pablo Neruda: “Nosotros los de entonces ya no somos los mismos”.