Analizando con detenimiento el comportamiento de la opinión pública en Colombia frente al consumo de medios de comunicación y su aplicación para construir el debate público, nos damos cuenta de que estamos frente a una grave crisis conceptual de lo que es la opinión y lo peligroso que esto puede llegar a ser para la sociedad y la democracia.
Vivimos en un país con un pobre nivel de opinión. Estadísticamente nuestra sociedad consume medios así:
Radio: 87%
Televisión: 99%
Redes sociales: 85% (Facebook y WhatsApp, 91%; YouTube, 54%; Instagram, 35% y Twitter, 23%)
Prensa escrita 78% (revistas y periódicos)
* Fuente EGM 2018.
Podríamos inferir que la opinión se construye a partir de un criterio personal interpretativo, basado en el insumo de lo leído y aprendido. Es allí donde se convierte importante el diario bombardeo de información al que está estamos sujetos, desde tuiteros irresponsables e incendiarios hasta blogueros taciturnos, columnistas serios, periodistas sesgados u objetivos, un Facebook plagado de fake news, revistas morbosas, de farándula o cómicas (ver ránking: 15 minutos, Soho, Semana, TV y Novelas, Vea y Condorito, en su orden de menor a mayor), y la radio nacional que consumen los estratos altos y la radio local y comunitaria presa del poder político y económico. Esa es la realidad de una sociedad sometida, sumisa y presa inconscientemente de unos medios igualmente inconscientes.
En consecuencia la gente termina debatiendo temas superfluos, incoherentes e intrascendentes, convirtiendo la opinión en un estado acrítico, mentiroso, vago e inocuo. Todo con la gravedad de desviar no solo la atención de lo importante, sino el descuido sistemático del rumbo crítico de una sociedad que anhela cambios y resultados. Ah, y lo que es peor, haciendo creer que la mentira y la bajeza son opinión.
El país tiene temas trascendentales que debemos debatir como el cambio climático, la economía, la infraestructura, el desarrollo social, la institucionalidad, la corrupción, la equidad, la innovación, el desarrollo de nuestros océanos y muchos otros; pero no. Preferimos ahondar en lo simple de la historia, los muñecos de un carnaval, la relación sentimental de los deportistas, el video del cacho de Montería, del Chimuelo, el día sin pantalones y los saludos autóctonos de una noble región como la costa. En fin, nuestra prensa y opinión se hace cada vez más ridícula y eso es lo que trasciende.
Debemos desde nuestra responsabilidad ciudadana y personal tener las consideraciones ideológicas y críticas para construir y debatir lo esencialmente importante, lejos de la burla y el prejuicio.
Lo advierto y me preocupo no por la mala prensa, ni mucho menos por la calumnia que procede y que ahora quieren objetar desde el congreso, sino por el grave daño que ocurre al malversar la opinión con la perversa consecuencia de destruir la democracia.
Muy pocas veces nos damos cuenta del daño general y global que se hace a la sociología humana, a nuestra conducta, al debate, a la construcción crítica de la decisión para elegir o vivir, a la propia democracia. Conductas que nos llevan al facilísimo, a la trampa, a la corrupción, a los estereotipos mafiosos, a lo superfluo de la belleza y lo intrascendente de la burla.
A quienes corresponda desde la educación, la academia, la investigación, la democracia, la comunicación y el liderazgo nos asiste un grado de responsabilidad superior para redireccionar el rumbo de la opinión y crear un estado crítico que permita desde las mínimas decisiones construir un mundo mejor y ser más felices como personas.