¿Está loco el político?

¿Está loco el político?

"Sus intervenciones expresan ideas que parecen no tener pertinencia o cuya aplicación genera dudas, pero en ellas el político busca cierta eficacia"

Por: Jesús Ignacio Rivera Cano
octubre 23, 2017
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¿Está loco el político?

Escuchar al político genera la impresión de un discurso que sigue los caminos de la digresión, pensaría uno que se produce una expresión desorientada; sin embargo, vuelve siempre a unas cuantas ideas que se repiten. Así, aunque con un aspecto de recrearse en la tangencialidad o la circunstancialidad, retorna a ciertas formas del eslogan, de campaña.

En aquel sentido, sus intervenciones expresan ideas que parecen no tener pertinencia o cuya aplicación genera dudas, pero en ellas el político busca cierta eficacia, de naturaleza clásicamente política.

Del mismo modo, en su palabra evidenciaría una aparente incoherencia o variabilidad en sus enunciados, o labilidad en sus afectos, especialmente frente a algunas figuras de autoridad; no hay que perder de vista —sin embargo— que con respecto a ellas el alcance de su actividad laboral y social está determinado.

Ahora bien, en un escenario caracterizado por una desconexión entre la palabra y los compromisos que con ella se establecen: la política no parece simple reservarle la condición de locura a un solo representante que exhiba las características antedichas.

Es más, en un escenario en el que los evidentes cambios de postura frente a un parecer (para no limitarnos a la trashumancia ideológica) se hacen patentes sin que medie transición, no parece prudente reservarle la condición de enajenado a un solo individuo que exponga esa condición.

Sobre todo si en esas mutaciones de concepto, a los espectadores de la proteica política se nos ha enseñado a suponer el funcionamiento de una veleta expuesta a la variabilidad de los vientos del interés; motor de decisiones y declaraciones políticas; causa eficiente de declaraciones de afectos, de peleas irreconciliables y de conciliaciones inverosímiles.

Pues, paradójicamente, se nos ha instruido que: “solo los imbéciles no cambian de opinión cuando cambian las circunstancias”.

Ahora bien, lo que hace fundamentalmente irracionales las intervenciones del político, es el recibimiento que de ellas hacen sus semejantes -o pares-, y el lugar al que se le desplaza en la sociedad a su enunciador; que el colectivo le depare el signo de lo absurdo a ese discurso; que sus referentes se hagan implacables en caracterizar como inadmisibles la metáforas que propone.

Esa eficacia simbólica (cf. Lévi-Strauss) es la que hace que se caracterice como risible o ridícula la acción de un discurso, justamente en un escenario donde lo inverosímil es lo que frecuentemente acontece; justamente en un escenario en el que lo inaudito es uno de sus sellos distintivo, en el que lo delirante pudiera —si así se quiere— caracterizar la escena. En un escenario donde, más que el miramiento por la razonabilidad, es lo político —en el sentido de transacciones con las utopías de los hombres— lo que define el alcance de un discurso.

En este caso, no cabe duda de que el discurso del político está trabado en un serio esfuerzo de rigurosidad; si bien ese discurso se dirige privilegiadamente a la denuncia de los reproches que inquietan al orador; que ocupan su interés. O a la apelación a la seducción, como una defensa. Tal es la organización del lenguaje.

Cierto es que este particular panorama se complica con la cuestión del estilo del orador, de sus mimados juegos de palabras y del recurso a las figuras literarias. Retórica, en ocasiones, de las que los espectadores carecen de contexto, y para la cual el público requeriría cierta sensibilidad.

Puede observarse en el ejercicio público de esa palabra, el esfuerzo por hacerse a sí mismo como político, es decir: como sujeto de un discurso, como efecto de su enunciado, en donde se observa que busca ser reconocido en la evocación de un hombre de letras; en un rigor en el que se muestra implacable.

El político busca pues ser ese hombre que es su estilo, el modo de una enunciación, y se ampara en figuras que lo representen; y el estilo marcial o pugilístico de la palabra no es que sea desconocido en Colombia, y no es que haya rendido pocos réditos.

Cabe también considerar, en este contexto, que el escenario discursivo actual ha conocido al menos dos formas de su ejercicio en la denuncia: el enunciado velado, el medio decir, la alusión; y la aniquilación del contradictor o enemigo por la vía del ejercicio de un poder prácticamente ineluctable.

Lo anterior, y lo no conocido, el cariz privado de esa palabra, es lo que hace que deban considerarse con prudencia los juicios sobre esas exposiciones de la persona y del político.

En un escenario —el ubicuo escenario de las redes sociales actuales- en el que el efecto de la hilaridad del discurso— más que la ilación de su lógica interna causa impresiones más rápidamente; y produce juicios en consecuencia.

En un contexto en el que la nominación de la locura oscila entre la declaración del romanticismo y la patología. En un medio que no está exento de los usos del diagnóstico psiquiátrico. Y en que se el juicio médico quiere hacerse entrar en dinámica como un poder que entra en competencia con otros poderes. (La historia de la psiquiatría clásica nos muestra ejemplos de ello, y la historia de la política actual no es que carezca de casos en la búsqueda de su implementación).

Tampoco puede desconocerse la estrategia de la descalificación, o la promoción mediática de un sujeto, que busca ejercer el desvió de la mirada, cuya atención debiera recaer sobre realidades de mayor trascendencia para el devenir del país; problemáticas de mayor envergadura para el destino de todos los colombianos; sobre sujetos con acciones verdaderamente vitandas.

También hay ciudadanos que, frente a un discurso, actúan de modo que sus juicios puedan recaer sobre cada enunciado en particular, en el que sea susceptible distinguir lo razonable, lo válido, de lo poco sensato; y que no proceden con una descalificación en bloque, definitiva, de los enunciados, de un sujeto.

Reitero, lo anteriormente bosquejado, y lo no conocido, el cariz privado de esa palabra, su auténtico alcance, la historia de sus contingencias, exigen que deban considerarse con prudencia los juicios sobre el discurso y la salud mental de la persona, y su despliegue en el contexto político.

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