Espiritualidad racional
Opinión

Espiritualidad racional

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noviembre 11, 2013
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Carl Sagan habría cumplido 79 años el pasado 9 de noviembre.

Su maravillosa serie Cosmos, y el libro del mismo nombre, marcaron profundamente la manera como he decidido vivir; para mi fueron fuentes primordiales, y su autor un ejemplo estelar, de lo que quizás se podría llamar una espiritualidad racional.

Me gusta pensar que lo espiritual abarca tanto el gozo como el sentido de la vida, que el espíritu es un continuo que conecta el ámbito de la sensación de las experiencias con el ejercicio de la reflexión sobre las vivencias; un tensor capaz de atraer creciente y armónicamente los extremos infinitos de la pasión y la razón.

El espíritu racional debe ante todo ser valiente, porque se nutre de la duda. La humilde duda no pretende mover montañas, pero —como una perseverante y precisa gota de agua— puede calar entre las grietas de las costumbres y las tradiciones hasta derrumbar poderosos muros milenarios. El riesgo de la duda es así doble, pues obliga a la renuncia de la ilusoria solidez de todo lo que la vida institucionalizada nos pide dar por sentado, y pone en riesgo la normalidad de quienes temen abandonar o ser abandonados por su rebaño.

Pero también podemos abrazar con la razón las dudas más temibles: quiénes somos, de dónde venimos, para dónde vamos.

Somos, como diría Sagan, polvo de estrellas. Miro mi mano y sé que estoy hecho de ciertos elementos, como hidrógeno, oxígeno, calcio, carbono, hierro, etc. Sé que estos elementos se formaron, en una cocción nuclear de millones de años, al interior de una estrella, a partir de elementos más livianos provenientes del Big Bang. Y sé que esa estrella esparció esos elementos al morir, como cenizas arrojadas sobre el océano cósmico. De sus restos, tenues filamentos de materia condensada por su propia atracción gravitacional formaron, hace unos cuatro mil quinientos millones de años, al Sol y su hermoso séquito orbital de planetas; entre ellos uno rocoso y ardiente, la Tierra.

En la Tierra, moléculas cada vez más complejas, compuestas por cadenas de esos elementos, tuvieron cientos de millones de años para interactuar unas con otras de millones de maneras diferentes, configurando estructuras cual si fueran piezas de enormes rompecabezas microscópicos. Algunas configuraciones casuales produjeron reacciones químicas insospechadas; unas formaron membranas, otras comenzaron a duplicarse a sí mismas con enorme precisión, otras comenzaron a producir energía a partir de los elementos que circundaban su ambiente. Con la paulatina combinación y recombinación de tal tipo de estructuras moleculares, y el éxito reproductivo de aquellas que de diversas formas armonizaban más eficientemente entre sí sus reacciones, fue emergiendo del universo inanimado aquello que hoy reconocemos como la vida.

Tras tres mil quinientos millones de años de evolución natural, millones de especies hemos florecido y marchitado, compitiendo y cooperando, sobre el planeta Tierra. Algunas desarrollamos órganos que nos permitieron captar y emitir señales para buscar alimento, elegir con quien procrear o huir de nuestros depredadores. Eso nos permitió formarnos imágenes sensoriales de la realidad, almacenar recuerdos y asociarlos con lo que percibimos en cada momento para anticiparnos a los hechos. Eventualmente pudimos también imaginar lo distante, el futuro, nuevas posibilidades, y otras mentes. El gradual surgimiento de la mente humana desencadenó innumerables culturas, estructuras simbólicas de memoria colectiva e innovación social.

Las culturas también tienen una evolución natural. Esas innumerables cosmogonías, sistemas de valores, normas sociales, rituales y formas de gobierno florecen y se marchitan a medida que los grupos humanos se adaptan a condiciones que cambian de manera permanente, y crecientemente por cuenta de su propia actividad.

Así, las sociedades humanas han ideado miles de maneras de contarse su propia historia; y cada una de ellas ilustra sus más profundos sueños y temores, así como los sentidos artificiales que se le han querido imponer a los órdenes sociales, políticos y económicos para justificarlos.

Pero la historia de la evolución natural de nuestra especie —incierta, inacabada y firmemente anclada en un proceso de duda permanente que llamamos ciencia— nos muestra, por el contrario, que ni el universo ni la vida tienen un sentido predeterminado que debamos desentrañar del fondo de algún misterio insondable para guiar nuestro rumbo.

Cuando descubrimos por la vía de la razón que cada uno de nosotros es libre de darle a su vida el sentido y el gozo que por sí mismo decida, puede que pongamos a tambalear muros milenarios bajo cuya sombra creíamos hallar un solaz finalmente ilusorio, pero surgen también asombrosos cimientos espirituales para erigir nuevos y más robustos andamiajes de convivencia pacífica con nuestros semejantes y nuestro planeta.

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