La primera carrera. Entre millones de hermanos, nadamos esbeltos y ligeros por pabellones cálidos en la búsqueda del hallazgo máximo: una nueva vida. Un óvulo sonriente nos espera –casi sin excepción- con un aviso entre labios: entra uno, el mejor. Un único campeón. Pero antes de llegar una realidad podría devastarnos: no siempre estamos solos. En nuestro impaciente tránsito nos podrían sorprender “los otros”. Iguales pero no idénticos: semilla de diferente padre. En ese instante saldrían a escena nuestros espermatozoides asesinos. El brazo armado de la aldea testicular; no tan esbeltos, ni tan ligeros, de colas enroscadas, para atacar a muerte a “los otros”. La consigna es clara: no importa quien llegue, siempre y cuando sea uno de nosotros. Nuestra primera guerra. Luchamos incluso antes de que empiece la vida. Luchamos para nacer en este mundo. Muchas explicaciones podrían darse de esa primera batalla y al menos –nos avisa- una primera conclusión.
En efecto, el mito de la mujer infiel más que una pesadilla masculina parece una simple cuestión evolutiva. Las mujeres también han sido diseñadas por el tiempo para el éxito en la procreación. Simple: a mayor número de encuentros sexuales con diferentes hombres, más posibilidades. De hecho, algunos estudios indican, que sus cuerpos pueden brindar albergue a esperma de diferentes orígenes simultáneamente. Por eso la lucha a muerte con “los otros” y la incertidumbre máxima de la vida: ¿seré el padre de mi hijo? En ese sentido, la permanente exigencia de la fidelidad de la mujer se manifiesta como un mecanismo para garantizar el sueño apacible del hombre. Una mujer leal reduce la posibilidad de que estemos criando hijos que no son nuestros.
Existe otra forma más práctica de “controlar”
la veracidad de nuestra estirpe:
comprometernos con una sola mujer
Sin embargo existe otra forma más práctica de “controlar” la veracidad de nuestra estirpe: comprometernos con una sola mujer. De esta forma cuando un hombre se compromete (curiosos seres que pueden ser avistados en los supermercados los domingos) además de poder calcular con mayor precisión el origen de sus hijos, persigue un hecho más obvio y natural: la reproducción. Y es que el hombre busca –desde lo evolutivo- en sus relaciones a largo plazo un vientre capaz, un alto chance de reproducirse. ¿Y dónde lo encuentra?: Allá donde la belleza se anuncia.
A pesar de la interminable discusión sobre lo bello, la naturaleza parece haber llegado a la misma conclusión de los griegos: belleza es proporción. En este caso la naturaleza prefiere rasgos simétricos que además evidencien salud y juventud como pistas de fertilidad. Labios rellenos, pieles claras sin manchas o erupciones (síntomas de ausencia de enfermedades), cabellos resplandecientes y abundantes, dientes sanos y marfilados, y por último y de forma sorpresiva: una buena distribución de la grasa corporal identificada en una proporción entre caderas y cintura.
De acuerdo a David M. Buss, en su libro Sicología Evolutiva, la proporción perfecta entre cintura y caderas, según reiteradas pruebas científicas es de 0,67. (Resultado de dividir la medida de la cintura entre la medida de la cadera). De ahí el terrible molde de 90-60-90. Estas medidas no son fortuitas: una buena proporción entre cintura y caderas envía un mensaje poderoso al hombre: soy una mujer fértil. Corazones vuelan en el aire. Mantos rojos traslúcidos invaden nuestras precarias vidas solitarias. El amor nace. Empieza a doler.
No obstante en la actualidad la belleza se ha tergiversado, ya la belleza no corresponde necesariamente a salud y juventud, hoy en día se inclina hacia una vacía y espinosa perfección. Es así como gran parte de las industrias de la insatisfacción humana: la moda, la publicidad y el entretenimiento, lo han aprovechado. Lo grave de la situación es que esos nuevos estándares someten a las mujeres a penas contadas en anorexias, bulimias y cirugías deformantes y nos convierten a los hombres en seres inseguros y temblorosos en la búsqueda hiriente de lo inalcanzable: la perfección.
No existe justicia en la evolución o la naturaleza. Por supuesto que por esos hilos invisibles que nos han regido por millones de años, unas y unos salen más favorecidos que otras y otros, pero es nuestro deber no aumentar estas diferencias permitiendo la imposición ajena de requisitos sin sentido hacia la búsqueda de una pareja perfecta. Lo perfecto no existe y con todo lo que ya nos pide la evolución, desde que somos espermatozoides, basta y sobra. A este paso no nos extinguiremos, pero día a día, con tanta exigencia falsa, estaremos cada vez más solos.
Bellos y solos, dicta la profecía.