Una mano toca una puerta. Tras un par de golpes sale una mujer recién maquillada y sonriente que se sorprende al ver al hombre que la visita. Este le dice que se había enterado que ella estaba en la ciudad y que estaba dedicada desde hacía cierto tiempo a la industria del entretenimiento para adultos ¡Vaya forma de decir pornografía! La mujer lo invita a pasar y ahora el asombrado es él. Ella naturaliza la situación con un “cómo no invitar a mi casa al rey de la pornografía en español”.
Con un marcado acento cubano, el tipo empieza una rápida entrevista. Ella responde a varias preguntas con la misma soltura y malicia con que empezó la escena.
Ahora el tipo le dice que quiere ver algo más. Ella le pregunta por qué parte del cuerpo en especial y él, sin turbarse en lo absoluto, lo deja a la voluntad de la mujer. Ella –cubriendo cada frase con un tono perverso– le dice al tipo que su llegada es más que propicia porque hoy está bien caliente. Y acto seguido empieza una seductora y descoordinada danza hacia la cámara que es al mismo tiempo la voz de Max, como dice llamarse el hombre cuyo rostro jamás podremos ver en esta historia.
La mujer baila y fustiga con su mano su propio trasero. Son golpes secos, como de tambora destemplada. Mientras lo hace, le pide a Max que le consiga dos tipos, porque la calentura de hoy requiere un tratamiento especial. Seguidamente saca del torso de su vestido dos sacos de silicona coronados en sus puntas por pezones amplios y morenos. “necesito uno aquí y otro aquí” dice al tiempo que sujeta una a una sus tetas.
El tipo, ante la solicitud de la mujer saca de su bolsillo un celular y llama a otro hombre. La cámara se ubica entre la sonrisa mordida de la mujer, asomo de excitación, y la pantalla del celular. Max le dice a la voz que se filtra por el aparato que lo está necesitando. Este, con el mismo acento caribeño del primero, dice que está en la oficina trabajando y que a lo mejor no puede ir. Después de un cruce de palabras la voz que sale del celular acepta ir junto con un compañero.
Se llama Esperanza Gómez y es una pornstar colombiana. En la actualidad, Esperanza es de las actrices porno más solicitadas en Estados Unidos. Gana en dólares la condenada, y se lo merece. Sus películas son referentes dentro del porno hardcore y no es gratuito. La pelvis de Esperanza se mueve con la velocidad de un rayo y con el acoplamiento de una compañía militar. Esperanza es una diva en la industria del metesaca. No obstante, con Esperanza Gómez me pasa algo particular. No le creo ni cinco y la razón es una sola: Esperanza Gómez no es verosímil.
El porno al igual que la literatura y el cine no descansa sobre la veracidad de lo que se cuenta, sino sobre su verosimilitud, esto es, sobre la capacidad de hacernos creer que aquello que se muestra o se narra, por muy lejos que esté de la realidad, es creíble y coherente. No se trata de realismo –porque de hecho nada es más “real” que el porno –, se trata de lógica.
Esperanza Gómez es, entonces, un artificio. Las frases que salen de su boca, mientras se encuentra en la cogida de turno, le restan credibilidad. Hay en sus películas una inconexión entre lo que hace su cuerpo – por demás magistral, memorable, conspicuo– y lo que dice su boca. ¡Cállate!, provoca gritarle.
Pero hay en ella algo todavía más terrible. Esperanza no gime, sino que grita. Y esto, antes que una virtud es una debilidad. Los gritos de Esperanza Gómez no suenan a excitación, sino a desgarramiento. No son ayes provocados, sino baladros fingidos. Sus sonidos no son diafragmáticos, son guturales.
Hasta el momento me he detenido en Esperanza Gómez, pero, esto es un problema de toda la industria pornográfica actual. El porno se está convirtiendo, filme tras filme, en algo cada vez menos verosímil. Esperanza Gómez es, entonces, un elemento accesorio y circunstancial para penetrar (palabra muy acorde con el tema) en el problema de la verosimilitud del cine porno.
Ahora bien, si se trata de hacer un juicio responsabilidades son las mismas producciones pornográficas las principales responsables de que el porno cada vez sea menos verosímil. Al igual que Esperanza Gómez, los actores porno más reconocidos en el medio lo son porque trabajan en realizaciones de varios cientos de miles de dólares. Y por tanto, son considerados actores profesionales que reciben muy buena remuneración por su trabajo.
Estas grandes producciones plantean la pornografía desde una perspectiva elemental: dos o tres o cuatro cámaras enfocan a dos o tres o cuatro personas cogiendo. Este tipo de pornografía –que es la más difundida –se ve a sí misma como la exposición al público consumidor de vaginas tan pulcras como la estola de un cardenal y de penes magnificados por la óptica de la cámara.
La actual industria pornográfica aburre por lo repetitivo y circular. Una vez has visto una película, puedes decir que las has visto todas. Todo es reiterativo. La escenografía es siempre la misma –camas blancas y suaves, sofás enormes y piscinas diáfanas- y los gestos de las actrices están ya estandarizados. Siempre con sus parpados a medio caer, sus grititos impostados y los labios apilados que dejan entrever los incisivos superiores. Nada es menos creíble que este tipo de cine pornográfico.
Junto a esa pornografía industrializada hay una pornografía underground que en esencia es la misma, salvo que es más barata. Las únicas diferencias estarían en sus actores.
Con todo, este porno tiene sus adeptos y defensores. Sin embargo, tanto el porno underground como el industrializado siguen siendo inverosímiles porque su propuesta narrativa es limitadísima.
En la otra orilla hay una pornografía mucho más fina que las anteriores. La podemos llamar pornografía de culto. No es el lugar para hacer una radiografía general de todas las películas que caben dentro de esta improvisada clasificación, por lo que solo mencionaré tres títulos para ilustrar por qué cuando se recurre a elementos de la estética cinematográfica la pornografía se vuelve verosímil.
El primero es Garganta Profunda (1972). Esta es la primera película exitosa en la historia del porno. El argumento de Garganta Profunda es quizá uno de los más rebuscados en la historia del cine. Una mujer, Linda Lovelace, acude a un psicólogo porque no puede llegar al clímax en sus relaciones. El doctor Young le descubre que su clítoris está en la garganta, por lo que la única forma de llegar al orgasmo es practicando la técnica de la garganta profunda. El doctor se ofrece como voluntario para que Linda practique y vemos entonces, una de las escenas más memorables en la historia del porno.
La escena se adereza con una pieza musical del buen rock de los setenta. Y Cuando por fin vemos que Linda llega al orgasmo, la pantalla se va alternando entre la escena de Linda y el doctor Young y las anheladas ‘campanas y bombas, los fuegos artificiales, los cohetes en acción y los torpedos estallando en el aire.
El segundo es Calígula (1979) del director italiano Tinto Brass. Filme que contó con la presencia del actor Malcolm McDowell, recordado por el personaje de Alex DeLarge en La naranja mecánica. Calígula es una pieza que se inserta en cierto marco histórico; sin embargo, su finalidad es explorar las bajas pasiones de la humanidad. La lujuria, el poder y la ambición se abordan a través del personaje de McDowell que los encarna perfectamente. La escena más memorable de esta película es la subasta que hace Calígula de las mujeres de los senadores.
Y por último tenemos El confesionario (1998), del también director italiano Mario Salieri. El filme de Salieri es quizá el más cuidado en cuanto a su producción. El confesionario es el lenguaje cinematográfico puesto al servicio de la pornografía. La película está filmada en tonos sepias, blancos y negros que acentúan los ambientes lóbregos de una iglesia. Sus planos y contraplanos están puestos al servicio de una estética de la imagen. Sus actores son sobrios, sus diálogos preciso y para nada aburridores, y las posiciones no van más allá del minuto de duración lo que suma en agilidad al filme.
Estas tres películas ofrecen al espectador una dinámica distinta de la pornografía que se consume hoy en día. Ponen en escena no a actores porno, sino a actores. Por lo tanto, el juego dialógico que antecede a un polvo no solo dignifica a la película, sino que brinda herramientas propias del lenguaje cinematográfico.
En resumen, estás películas incorporan todo el lenguaje cinematográfico para hacer productos no solo entretenidos y placenteros, sino coherentes en su interior. La verosimilitud de los mismos está dada por la inclusión de estos elementos. Por ejemplo, la música en Garganta Profunda, la escenografía en Calígula y las actuaciones en El Confesionario.
Visto así, la pornografía no se debe conformar con exponer al lente mujeres fabricadas, ni penes que compitan en tamaño con la de los hombres-elefantes del África. La industria del cine porno debe encontrar mejores formas de contar historias sin que ello atente con el fin esencial por el que fue creado: incitar al sexo.
@victorabaeterno