Me gustan los libros viejos. De esos que se consiguen a dos mil pesos. Algunos sin carátula, otros subrayados y, los más, muy trajinados, fieles testigos de que el tiempo ha pasado pero que su contenido sigue despertando interés. Y en esa búsqueda afanosa de ejemplares de segunda mano, he conocido varias librerías. Creo que todas, porque son muy pocas en el centro de Cali y sus alrededores. Al igual que yo, otros lectores las tienen identificadas. Entran a esos sitios como quien va a una cita clandestina. Miran a todos lados, temiendo que los descubran y los cuestionen. Una vez dentro sacian su apetito de leer a Carver, Proust, Chéjov y tantos otros autores —que si le preguntaran a un joven de quiénes se trata, sin duda responderían que quizá juegan en un equipo de fútbol europeo—.
Traigo a colación el tema de los adictos a la leer, porque quienes lo hacemos nos estamos volviendo como dinosaurios de la intelectualidad, especímenes en vía de extinción que se ven arrasados por la tecnología, en la que los únicos contenidos que se consultan son los del WhatsApp o, quizá, los breves escritos que se difunden en Twitter.
Hace un buen tiempo, que algunos pueden considerar “historia patria”, vi un capítulo de la serie Dimensión desconocida en la que un lector voraz quedaba solo en el mundo, tras una destrucción atómica. En la ciudad habían alimentos y miles de libros de una biblioteca pública. El hombre estaba feliz. Saltaba de la alegría. Lo doloroso de la trama es que tropezó y echó a perder sus lentes. Se rompieron. Y él lloró porque era miope.
Creo que esa sería la peor desgracia que nos podría ocurrir a quienes aún conservamos el hábito de la lectura. A quienes hallamos placer en tomarnos un tinto, un domingo al atardecer, mientras leemos un buen libro, del tema que sea.
Ojalá pudiera encontrarme con alguien más al llegar a la oficina, que un día comparta conmigo: “Al igual que usted, amo los libros viejos”. Ese día comprenderé que no soy de los pocos especímenes que quedan, que no estamos en vía de extinción, que el teléfono celular no nos está ganando la partida, y que los escritores clásicos siguen vigentes aun cuando sea en la memoria…