Especialistas en objeción
Opinión

Especialistas en objeción

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noviembre 20, 2013
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La educación, como todos los sectores llamados “sociales”, está llena de salvadores del instante, de redentores de ocasión, mesías atentos a cualquier oportunidad que les dé tarima para lucirse haciendo milagros.

Sus exhibiciones favoritas —es de esperarse— están ligadas a momentos especialmente dramáticos y trágicos si se puede. Así que andan olisqueando en las noticias cualquier evento desgraciado para opinar y ofrecer sus buenos servicios.

La política, es bien sabido, es un arte del oportunismo, por lo que no extraña que los ejemplares más preclaros de estos salvadores estén en el Congreso de la República.

En días pasados, se cayó un cielorraso de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Tras las obvias preguntas acerca del estado de la infraestructura del campus, apareció todo un circo de defensores de la educación superior que, en cualquier otra circunstancia,  haría pensar que lo que más hay en Colombia son manos para trabajar por la educación.

Una de estas heroínas de ocasión fue la representante a la Cámara Ángela Robledo. Desde Twitter, inició una andanada contra una “crisis universitaria” de la que se erigía, a la vez, como denunciante y bienhechora.

La congresista montó campaña en Internet, salió aquí y allá y, de un momento a otro, se convirtió en la voz de los infortunios del estudiantado. Todo ello (¿coincidencia?), mientras hacía rodar su nombre como nueva candidata al Senado de la República.

Hasta aquí, normal. Los políticos viven del oportunismo. Pero tanta vehemencia de Robledo para denunciar la “negligencia” del Estado con relación a la Universidad, hace surgir una pregunta obvia: y ella, ¿qué ha hecho como congresista por ayudar a mejorar la educación del país que tanto ama?

Según el proyecto Congreso Visible, de la Universidad de los Andes, que monitorea la labor legislativa, nada. Hecho que se corrobora si se visita el sitio web de la señora Robledo. Hay unos recortes de prensa aquí y allá que hablan de su pasión por la educación, pero ponencias o proyectos de ley para financiar la educación superior ninguna.

¿Y qué ha hecho la legisladora para ayudar con los problemas de infraestructura de la Universidad Nacional? Nada. Al contrario, no le gusta mucho la idea de la estampilla que el rector Mantilla pelea en el Congreso y que le aseguraría recursos para aliviar la situación que heredó de todas las ineficientes administraciones —incluida la de su mentor Mockus— que dejaron caer el campus de Bogotá.

La señora Robledo critica la estampilla —como lo hizo el Polo también en su momento— pero tampoco propone algún mecanismo factible, viable, responsable, creativo o medianamente concreto de financiar la educación superior pública.

Tal vez dirá que su aporte es debatir, que su contribución es su crítica, que su aporte es gritar en medio de la indiferencia, pero habla con tal excitación de educación y se expresa en un tono tan incendiario cuando se refiere a las universidades, que uno esperaría que su labor en el legislativo fuese más propositiva. Pero no, ni una línea en un proyecto de ley, ni un párrafo en alguna ponencia.

Pero sí muchos tuits. Mucho ruido mediático y muchas fotografías. Ya quisiera uno que semejante eficiencia de su oficina de prensa fuera la misma de su equipo legislativo y que se tomara algo de tiempo para preparar un proyecto que resuelva parcialmente los problemas que ella misma señala, o que al menos apoyara los proyectos de otros.

Pero nada. La honorable representante parece estar haciendo la misma carrera de su primo: especialistas en objetar, ignorantes en proponer.

Tener el poder de legislar para reducirlo a la placentera práctica de debatir, es castrarse de la particular capacidad para la que se fue elegido. Y si bien es cierto que uno vota para que sus congresistas defiendan los intereses propios en el legislativo, hay momentos en el que la defensa solo es posible mediante la propuesta creativa.

Tanto en los debates sobre la educación, como en los actuales sobre la salud, no nos podemos acostumbrar a que la gran victoria es ahogar las iniciativas propuestas. De lo contrario, la Ley 30 de 1992 y la Ley 100 de 1993 seguirán haciendo de las suyas por cuenta de la esterilidad de quienes más han denunciado sus perversiones. La crítica no nos puede convertir en cómplices de la perpetuación de lo que criticamos.

Pero el heroísmo vacío hace carrera. Y su proliferación no deja de recordarnos esa amarga sentencia de Rivera en La Vorágine que parece describir el sino trágico del objetor colombiano: “¡Sólo fuimos los héroes de lo mediocre!”.

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