De muchas se ha salvado la espada de Bolívar en ácidos de la historia nacional. Además de todas las del libertador y la inacabada comprensión de la Independencia, cuando ya era pieza de museo se la llevó el M-19 y cuenta el mito, comprobable o no apenas por unos pocos aún vivos, que anduvo entre prostitutas y poetas, que armó aventuras de chusmeros, que la tuvo Jacobo Arenas de las Farc en Casa Verde, y fue Cuba; que se perdió y volvió ilesa y recargada de leyenda hacia 1991 cuando fue devuelta al pueblo colombiano, pueblo que jamás la vio porque desde entonces estuvo guardada en una caja de seguridad.
Ahora ha sido retirada de allí para ser exhibida en una vitrina en el Palacio de Nariño, y es ahí, exactamente en ese momento, cuando piensa uno que después de tantas vueltas no se librará la espada de servir sin descanso hasta desgastarse, como decorado de fondo para fotos y poses de ocasión.
Entusiastas no faltarán que se acerquen a esta en vista guiada a la casa presidencial y algo lleven al fondo del espíritu, pero muchos más serán los políticos, los escaladores, y una extensa hilera de culpables de que este país luzca socialmente todavía en obra gris, los que aprovecharán a tomarse selfis con las que atiborrarán más de desperdicios las redes sociales. En las fotografías, acompañando sus caras con la espada como invitada, los políticos en campañas pegarán mensajes memorizados y distantes acerca de la democracia, la igualdad y la libertad. También para eso operan los símbolos, para no decir nada.
En coincidencia con esto, bien sabemos, y lo hemos padecido, que cuando una ley no lleva a nada después de leerla una o diez veces, algo duro esconde o trama en sus entrelíneas, en aquellos túneles secretos que ocultan los textos normativos a donde jamás penetra un ciudadano.
Esa es la sensación con una que recientemente acaba de expedirse, numerada en sí misma de manera alegórica (Ley 2020 del año 2020), para referirse a obras grises y crear nada más y nada menos, así como se lee y se oye, el “Registro Nacional de Obras Civiles Inconclusas”.
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En realidad, un Estado nunca acabado de construir ni en su infraestructura, ni en su democracia o mucho menos en sus aspiraciones
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Desde luego, tanto y tan descaradamente se han robado la plata de este país funcionarios y contratistas de obras del Estado; tan asombrosa es la cantidad de escuelas, hospitales, carreteras, polideportivos y espejismos que se pagan varias veces y nunca se terminan ni llegan a usarse, que el país mismo luce como una ruina de fierros desnudos, un cementerio de elefantes blancos, en realidad un Estado nunca acabado de construir ni en su infraestructura, ni en su democracia o mucho menos en sus aspiraciones.
Lo más hilarante es que el Registro este que busca definir si después de todo la obra con la que se han robado el patrimonio de los colombianos debe excepcionalmente demolerse o terminarse invirtiéndole más plata, está a cargo de la Contraloría General, como si acaso esta esta entidad gigantesca en los otros cartapacios de leyes, reformas constitucionales, órdenes y reglamentaciones que la gobiernan no tuviera desde mucho antes la función esencial de identificar este tipo de robos, pedir cuentas e informaciones o sancionarlos. No, no alcanzaba con ello, se necesitaba otra ley simplemente para hacer un inventario, más hojas de excel, más estadísticas, un repetido inventario del desastre.
De los responsables no se habla. Fijo estarán izando su presunción de inocencia o acaso estén haciendo fila para tomarse fotos con la espada de Bolívar mientras se abren las campañas a cargos públicos. Es profundamente extraño que se requiera una ley para hacer esto. Suena como a borrón y cuenta nueva.