Esos pequeños puntos rojos que impulsan el capitalismo contemporáneo

Esos pequeños puntos rojos que impulsan el capitalismo contemporáneo

Redes sociales y dopamina, monetización de la atención, estímulos y recompensas, todo hace parte de esta macabra ecuación

Por: Hugo Felipe Idárraga Franco
marzo 22, 2018
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Esos pequeños puntos rojos que impulsan el capitalismo contemporáneo

Los expertos en el campo los llaman activadores externos de comportamiento. Para los usuarios promedio, son el indicio de una posibilidad, el símbolo de la vitalidad de nuestras relaciones sociales, la ocasión posible para el cumplimiento de un deseo. Esos pequeños puntos –ubicados en la esquina superior derecha de los iconos de las principales aplicaciones de las interfaces gráficas de usuario, por lo general colmados, si no es rojo, de algún color llamativo que impida ignorarlos– captan nuestra atención y gobiernan nuestras acciones inmediatas. Hay puntos que, como dice John Herrman para el New York Times, “existen solo para informarme de la existencia de otros puntos, puntos nuevos, puntos con casi ningún significado; un punto en mi Instagram me conduce a otro punto dentro de él, que me informa que algo ha pasado en Facebook (…). Estos puntos son onmipresentes, y conducen a todas partes y a ninguna” i.

Integrados por vez primera en el Mac OS X hace ya casi 20 años, aplicados luego al funcionamiento de la interfaz de los primeros iPhones en 2007, y anunciados en 2017 para los sistemas operativos Android, estos pequeños globos comunican imperativamente las actividades que deben ser realizadas, como los mensajes sin leer, las nuevas ocupaciones, las actualizaciones pendientes, los anuncios o los problemas aún no resueltos. Como los diseñadores de interfaces han podido advertir, esos puntos tienen una pesada carga afectiva que cuestiona nuestra capacidad de actuar autónomamente y, con ello, se evidencia la facilidad con la que el ser humano puede ser manipulado con experiencias estéticas tan triviales.

¿Quién hubiese podido advertir que esas pequeñas imágenes tan llamativas serían parte esencial de este capitalismo basado en una economía de los globos oculares? ¿Cómo haber imaginado que esos pequeños puntos nos esclavizarían a nuestras pantallas, produciendo así miles de millones de dólares en ganancias? ¿Cómo una pequeña protuberancia en la planicie de nuestras interfaces ha conducido a toda esta humanidad globalizada a prestar atención a cosas tan insignificantes?

La respuesta para muchos se encuentra en aquél neurotransmisor liberado por el organismo después de ciertos actos o comportamientos, experimentado al hacer ejercicio o al lograr un objetivo, por ejemplo. La dopamina o la molécula de la recompensa, asociada en un principio con el placer consumado, es decir, con el gustar, es también liberada por el deseo anticipatorio y la motivación, es decir, por el querer. Cierto tipo de relaciones sociales permiten la segregación de dopamina, como en aquellas situaciones en las que nos estamos enamorando, en las que pasamos un buen rato con los amigos, cuando somos reconocidos socialmente, o cuando simplemente sentimos placer por cierta actividad con otras personas. Aunque son las actividades placenteras las que se relacionan con la liberación de esta molécula, el cerebro aprende a segregarla cuando hay una motivación que active la posibilidad de sentir ese placer. Así, si cierto tipo de relacionamiento social libera dopamina, en el futuro su simple posibilidad puede ser la causa de esta segregación química.

Esto mismo ocurre, pero esta vez a partir de un diseño previamente configurado de las interacciones sociales posibles, en las hoy denominadas redes sociales. Para Mauricio Delgado, profesor asociado de psicología en la Universidad de Rutgers, cuando un usuario “obtiene comentarios positivos en las redes sociales” o un me gusta en sus publicaciones, el organismo segrega dopamina, de tal manera que su búsqueda exigirá aumentar las interacciones en estos espacios virtuales ii. El cerebro así educado reacciona ante la posibilidad de lograr alguna recompensa, motivando al usuario a buscar con mayor frecuencia experiencias de la misma naturaleza. Y es allí donde recae el poder de estos llamativos puntos: como no sabemos qué es lo que ocultan, nos obligamos cada vez más a desear salir de esa curiosidad, buscando una recompensa que siempre será variable.

Una recompensa variable es lo que obtenemos cuando abrimos nuestro correo, cuando nos conectamos a las redes sociales, cuando desbloqueamos la pantalla de nuestros celulares. Aunque a veces tendremos o no suerte, siempre estaremos buscando esta recompensa, pues de ella depende el cumplimiento o no de nuestras expectativas. La configuración de las interfaces de los dispositivos se convierten así en el aprendizaje de refuerzo de un condicionamiento científicamente diseñado para educar la atención de los usuarios, en el que, ante la mínima posibilidad de obtener una recompensa, el cerebro se acostumbra a segregar dopamina.

De esta manera funcionan todas esas protuberancias en nuestras pantallas. La simple percepción de esos globos y de los números que dentro de ellos se insertan estimulan la liberación de dopamina, y como si fuera el imperativo de un amo oculto, nos vemos obligados –libremente– a revisar la información que se oculta detrás de esos emisarios de la novedad. Según Delgado, “A menudo, si tienes un temprano pronosticador de una recompensa –un signo de alerta de los medios sociales, como el zumbido de tu teléfono– obtienes una avalancha de dopamina de ese estímulo condicionado. Esto te provocaría que veas el resultado, para saber de qué se trata. Ese tipo de reforzamiento eres tu quien lo busca”.

Sintiéndonos por medio de estas técnicas de manipulación cada vez más dominados por nuestras pantallas no hacemos sino multiplicar la fuerza de sus grilletes, enganchando nuestro cerebro a los bytes procesados en aparatos personalizados; nuestros placeres cotidianos a la reacción programada informáticamente; los límites de un rectángulo luminoso a los límites del mundo real. Nuestra naturaleza instintiva nos juega una mala pasada cuando las interfaces de estos aparatos saben cómo sacarle provecho. Y esos pequeños puntos son parte de esta estrategia, en la que nuestra naturaleza manipulada sustenta un modelo de negocios que busca la rentabilidad y la monetización de nuestra atención, generando con ello un efecto perverso en la autonomía individual y en la organización política de estas sociedades.

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