Manejaba rumbo a casa por la autopista norte en Bogotá y de repente cerca de una estación del sistema Transmilenio, un joven de aproximadamente 25 años cruzó corriendo los carriles repletos de vehículos, saltó con agilidad desde el asfalto del carril de los articulados, hasta la puerta de la estación; es decir, se coló sin pagar su boleto.
Me pegué de la bocina de mi carro para llamarle la atención gritándole: "eso no se hace"; el colado me miró con displicencia y aire de triunfo.
Sin poder hacer algo, seguí conduciendo pensando en ese chico; me preguntaba: ¿por qué arriesga su vida y no pasa por el puente peatonal como lo hace todo la gente?; ¿por qué no paga su tiquete?; debía ser muy pobre quizás...; era una persona sin oportunidades.
Pensé entonces que era un pobrecito, un hijo de la inequidad.
¡Mentiras...!
Es un perfecto irrespetuoso violador de las reglas y que hace carrera para graduarse como futuro ladronzuelo de las calles.
Era atlético y sano; se veía vigoroso y bien alimentado; seguro no ha aguantado hambre en su vida. Pudo saltar la borda que separa la autopista con la estación sin despeinarse; o sea, no era un pobrecito; es un completo indisciplinado que aborrece el orden.
De reojo alcancé a observar las personas que estaban junto a la puerta de la estación; eran dos hombres fornidos y dos mujeres fuertes, que perfectamente hubieran encarado al infractor advirtiéndole: “eso no se hace”; usted no se puede colar; respete la ley; camine lo llevamos ante la autoridad para que responda por sus actos.
Pero No; esas personas no le dijeron absolutamente nada al bribón callejero, se comportaron con indiferencia.
¿Por qué no reaccionamos con valor ciudadano para poner orden cuando alguien actúa mal, frente a nuestras narices?
Vino entonces a mi mente, otro episodio en el que tuve la oportunidad de llamar la atención sobre una conducta irregular.
Este es el caso: saliendo de mi casa, una señora bien vestida con tacones altos, descendió de un vehículo de gama alta, llevaba en su mano una bolsa de basura, que sin ningún problema la lanzó sobre un potrero de mi vecindario; al observar su conducta, aceleré mi vehículo; me puse del lado del carro de la elegante señora y le dije: señora por favor..; ¡eso no se hace!
Junto a la díscola señora, iba sentado un hombre con cara de pistola quien gritó groserías y alucinante bramó: ¡no se meta en lo que no le importa! ¿quiere que le de bala?
Mi corazón lleno de adrenalina, se disparó; y habló mi esposa con serenidad: acelera y vámonos de aquí; no te pongas de ¡valiente!
Traté de no ser cómplice de una señora irresponsable que tira basura a la calle; si no huyo del lugar me hubiera podido ganar un tiro en la cabeza; ¿era mejor quedarme callado?
¡Por supuesto que No! Nunca debemos permanecer callados; hay que denunciar lo que afecta el buen vivir de los ciudadanos. Pero, ¿qué pasa cuando denunciamos? Respuesta: poco o casi nada.
Este es un simple ejemplo: conversaba en el centro de Bogotá dentro de una reconocida cafetería y por descuido me robaron el celular.
El dueño del establecimiento me tranquilizó y revisando las cámaras de seguridad, confirmamos que una mujer y dos hombres, aprovecharon mi descuido para cometer el robo. Con video en mano puse el denuncio a la autoridad correspondiente; pasaron meses y no pasó nada.
Se entiende que las autoridades viven desbordadas por el accionar de tanto ratero en la calle, que sus efectivos no alcanzan a controlar la indisciplina que quita la paz en las calles; pero cuánta paz daría la celeridad de la justicia, que ponga en cintura a tanto transgresor que anda suelto con capacidad de hacer daño.
El muchacho infractor del sistema de transmilenio; hubiera podido sacar un cuchillo para imponer su ley callejera; tal vez por eso nadie le dijo nada.
Podemos ayudar a las autoridades practicando más responsabilidad y solidaridad ciudadana...; pero sin educación desde la casa, esa que cincela principios y valores; sin educación en las aulas, esa que enseña orden y disciplina para vivir en comunidad, seguiremos en la usanza de que en la calle no se vive, se sobrevive, y por eso, nos acostumbramos a mirar al prójimo con desconfianza.
Para lograr ciudades limpias y ordenadas, podríamos estar de acuerdo en educar para la paz que requerimos cuando subimos a un bus, cuando conducimos un auto, cuando caminamos rumbo al trabajo, a una cita médica, o cuando vamos para clases.
Esa paz no acepta la indiferencia; solo requiere de orden y respeto; y eso es cuestión de exclusiva voluntad ciudadana.