El cruce de la congestionada carrera décima con avenida Jiménez en Bogotá, el día 15 de febrero de 1971, a las 5 de la tarde, fue escenario de un tiroteo donde murió Virgilio Ávila, su guardaespaldas y ocho transeúntes resultaron heridos. El asesinato de Ávila, líder de un bando en confrontación en la primera guerra verde, era parte de la venganza ante la muerte de José Audín González, hermano del famoso bandolero Efraín González.
Días después, el 28 de abril, mientras los bogotanos disfrutaban de la salida de una etapa de la vuelta a Colombia, desde la plaza de Bolívar y cuando los ciclistas pasaban por la carrera séptima con calle 13, a una cuadra, es asesinado Justiniano Silva, líder esmeraldero, aprovechando la euforia del evento. El pánico y terror que vivieron los bogotanos en sendos hechos despertó el rechazo general a estos sucesos, generados por las “mafias de esmeralderos” en pleno centro de la ciudad, pero la verdad era el sonar de la campana que daba inicio a una larga historia de actos violentos hasta nuestros días
Esta primera guerra verde, como las demás, terminaron, pero no se resolvieron. La fórmula recurrente para acabar los conflictos es “pacto-olvido”, eternizando, en ocasiones, la violencia. Pactos de no agresión, acuerdos de paz, procesos de pacificación, como se han denominado en la actividad esmeraldífera son un círculo donde se perdona, pero las causas de las violencias permanecen intactas, alimentando así nuevas guerras.
La fragilidad y la ausencia de regulación estatal han hecho de estos pactos un dinamizador de nuevas violencias, bajo nuevos actores y disímiles motivaciones. El denominado proceso de paz firmado en 1990, que dio fin a la segunda guerra verde (otros dirán la tercera, la cuarta etc), dinamizó nuevos conflictos entre los líderes de la cadena de producción, contribuyó a la disminución de la violencia en la región y demarcó paulatinamente la región del occidente de Boyacá de las denominadas guerras verdes, comprender estas tesis es el objetivo del artículo. Vayamos a la historia para comprender el contexto de lo afirmado.
La violencia en la región es una vieja historia de codicia, corrupción y muerte, incubada en la propia conquista española que a su paso dejó el exterminio del pueblo nativo Muzo y la cual se extendió por la colonia, que continuará con la república en una sombra extendida hasta el presente. Corresponderá al Banco de la República, en una labor ajena a su misión, administrar las minas de esmeraldas y bajo su sombra el surgimiento de las guerras verdes en los años 60,s del siglo XX.
En una tierra de nadie emergerán liderazgos como el de Efraín Gonzalez, Ganso Ariza y otros forjados en la violencia y la ilegalidad. La mina de Peñas Blancas será el escenario de la primera guerra verde que se extenderá a la región y a ciudades como Chiquinquirá y Bogotá. Vendrán los tiempos de las “vendettas entre esmeralderos”; del afán desaforado de guaqueros, campesinos y los más disimiles personajes atraídos por la esmeralda.
Los años 70 serán la locura propia de las oleadas de riqueza, a costa de la pobreza y abandono de la región. La situación violenta lleva al cierre de las minas en 1973, para luego en una historia de suspicacias pasar a manos de los particulares en 1976.
La primera guerra culminará con la derrota del grupo del Ganso Ariza y la concesión de las minas a los victoriosos; en 1978 se firmará un pacto de paz en Tunja, con la presencia de la iglesia, algunos entes del Estado donde los esmeralderos pactan la no agresión, pero la situación social de la región permanecerá intacta. Al frágil acuerdo vendrá la agudización del conflicto y la lucha abierta por los yacimientos de esmeraldas, especialmente de Coscuez, que culminará con una guerra generalizada entre 1984 y 1990.
En esta oportunidad el conflicto tendrá una dimensión nacional, pues en una turbulenta Colombia, los actores establecerán nexos con paramilitares, narcotraficantes, guerrilleros y los más diversos actores ilegales. De nuevo el escenario de los pactos, dará a luz el proceso de paz de 1990. Aunque el proceso es visibilizado y acompañado por algunos entes del Estado, siempre éste se abstuvo de ser garante de los acuerdos. El cumplimiento del pacto depende de los poderes privados. Un pueblo fatigado por el rigor de la guerra y separado por rígidas fronteras de guerra goza el encuentro.
El balance después de 34 años para la región esmeraldifera del occidente de Boyacá ofrece dos procesos que guardan relación y explican las nuevas lógicas de la violencia. El primero es la drástica disminución de las violencias, por ejemplo, durante el año 2023 en los once municipios que conforman la provincia se registraron trece homicidios, según medicina legal, incluyendo Chiquinquirá, cuando en el año 1989, en plena guerra, se presentaron 489, de acuerdo con cifras de la Policía Nacional. En segundo lugar, lenta pero sostenidamente se consolida un proceso de independencia y autonomía en lo económico, lo social, lo cultural y hasta lo político de la actividad esmeraldífera. Nuevos liderazgos se forjan, incluyendo a jóvenes con sueños y horizontes distintos a las minas. Este proceso viene rompiendo las tradicionales relaciones de lealtad hacia los “patrones”, donde se edificó buena parte de la violencia.
La mayor incidencia de la actividad esmeraldífera se concentra cada vez más en los yacimientos, donde imperan nuevas relaciones de producción que dan un matiz diferente a las llamadas guerras verdes. Son Quípama y Maripí, por su localización, y en menor grado Muzo los municipios más afectados por la cadena productiva y a la vez por los conflictos derivados de la violencia esmeraldífera. (paradójicamente Maripí y Quípama según pobreza multidimensional y necesidades básicas insatisfechas son los municipios más pobres de la región)
Las guerras verdes por ende se concentran en los yacimientos y los actores tienen menos posibilidades de involucrar en sus conflictos los municipios de la región. Fue histórico como las guerras verdes envolvían a los pueblos, sus gentes en verdaderos conflictos generalizados, hoy tengo la certeza que en el futuro próximo una “guerra verde” no tendrá estas dimensiones.
La amenaza de violencia en la región proviene del proceso de racionalización empresarial de la actividad minera, liderada por consorcios internacionales, dado que solo requieren a lo sumo 300 trabajadores, vinculados formalmente y la explotación reduce la posibilidad de minerías artesanales, tales como la guaquería, tan inmensas en la región históricamente. Tengo otra certeza, no volveremos a ver los 30 mil guaqueros de la década de los ochenta en Muzo o los 20 mil que laboraban en Coscuez, en la década de los noventa, del siglo XX y parte del siglo XXI.
Lo anterior da otra dinámica a las llamadas guerras verdes. Desde luego es necesario resolver este conflicto de manera institucional para quienes hoy mueren de hambre en Muzo y Coscuez, aferrados a un pasado, para que encuentren nuevas oportunidades o formas legales o informales de trabajar la guaquería. Es una situación entre compleja y dramática, a la cual el Estado y las empresas privadas deben dar respuestas.
Es histórica la presencia de diversos actores y motivaciones en la región y la cadena productiva de las esmeraldas. Las economías ilegales, tan dinámicas en el país, han estado ligadas a la actividad esmeraldífera, desde el contrabando de los años sesenta, siglo pasado, hasta el narcotráfico y otras actividades ilícitas se han retroalimentado en este espacio geográfico y la actividad. Una riqueza nacional, en ocasiones, se convierte en combustible para el conflicto que vive Colombia. Paramilitares, guerrilleros, narcotraficantes, de la talla de Gonzalo Rodríguez y toda suerte de buscadores de riqueza, convirtieron y convierten en menor proporción la región en una tierra fértil para la ilegalidad.
Hoy el territorio del occidente de Boyacá registra una baja presencia de grupos armados ilegales, de igual manera actividades legales han desplazado las ilícitas, por ejemplo, agricultura (cacao, café y otros) erradicaron los cultivos ilícitos. Lo Estatal es más visible y la institucionalidad gana terreno en los once municipios de la zona, así que posibles guerras verdes tendrán un espacio reducido en la región y se circunscribirán a los actores de la actividad esmeraldífera.
Esto se evidencia en la actual vendetta, donde la mayor parte de los actos violentos se han registrado en Bogotá. Tengo la certeza que es posible una actividad esmeraldífera transparente, legal y alejada fundamentalmente del narcotráfico, si eso es posible, se construirá otra realidad. Restarle criminalidad a la esmeralda es el gran desafío. Así como los patrones dejaron de ser los referentes de la historia, para los campesinos, los jóvenes, los comerciantes de los pueblos del occidente de Boyacá, es posible que algún día el lenguaje de los capos, los zares, jefes de la mafia etc, con sabor ilegal, dejen de ser la historia de los empresarios de las esmeraldas.
En conclusión, cada vez se abre una brecha entre actores de la violencia esmeraldífera y la región del occidente de Boyacá; hay una ruptura cultural con el pasado, la cual se evidencia en la estética, el lenguaje, en los símbolos, etc. Por ende, lo que en el escenario público se conoce como guerra verde, pierde el territorio del occidente de Boyacá (excepción los lugares aledaños a los yacimientos) y se localiza en los actores de la cadena productiva.
No se trata de aislar a los “esmeralderos” o estigmatizarlos, es necesario construir escenarios de confianza. Tampoco de acabar con los espacios de verificación de los acuerdos de paz, de los años noventa, pero estas mesas de diálogo para decidir la suerte de la región deben ser amplias donde los nuevos actores y sueños quepan. Alejar el espanto de la guerra implica el diálogo, la inclusión de quienes aportan a una visión fundada en las ventajas comparativas y competitivas que ofrece la región pues allí anidan buena parte de las esperanzas de un desarrollo con justicia social, respeto ambiental y oportunidades.
Se necesita de un gremio de esmeralderos con responsabilidad social, transparente y expresión legal, y una sociedad civil impulsadora de un desarrollo fundado en el trabajo y la tolerancia. Contar con un Estado promotor de lo público como escenario de la civilidad y la paz, para romper la larga condena de las guerras inconclusas en el Occidente de Boyacá. El autor del artículo es coautor del libro “Esmeraldas de Colombia: Estado, guerras e ilegalidad”, publicado por la UPTC y LA ESAP, donde el lector puede ampliar las tesis sostenidas.