Ese trago amargo seductor de la ilegalidad

Ese trago amargo seductor de la ilegalidad

Doce muertos, diez u ocho más, ¿los estragos del alcohol?

Por: Juan Manuel Monroy
julio 04, 2014
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Ese trago amargo seductor de la ilegalidad

Doce muertos, diez u ocho más, ¿los estragos del alcohol? En la ciudad del miedo; en Bogotá, justo en donde se vive poco y se duerme mucho, cuando juega la Selección Colombia, una lata de cerveza no solo es sinónimo de ilegalidad, tampoco es una señal que muestra el deseo de enlistar las filas de la furia social para devorar calles y gentes con cualquiera de los fatídicos símbolos patrios: con puñal o a balazos; a celebrar. Beber en estos días transmite un desafío nada inusual, significa reivindicar que ni la conciencia ni determinados principios morales, si se quiere, mueren ante sorbos y sorbos de alcohol.

Por esto último salí a ver el partido de Colombia el sábado pasado como se debe, fui a infringir la ley en uno de esos bares de la 53 en donde la autoridad, si llega, llega a nada. Pagué la cerveza criolla más costosa de mi vida, saboreando el riesgo: el brillo seductor de la ilegalidad.
Cada botella desocupada me llevaba allá, a la plaza Wenceslao, a la bella Praga, en el país que según la revista The Economist ostenta el segundo puesto en consumo de alcohol per cápita en el mundo. En ese entonces y allí, solía caminar hasta altas horas de la noche con mis amigos, salíamos de donde fuera que estuviésemos tan pronto las manecillas del Orloj marcaban las horas; la parafernalia comenzaba: avaricia, vanidad, muerte y lujuria se hacían testigos del trastabillar de los apóstoles que giraban al son de la trompeta dulzona que apenas dibujaba las calles que acogían tanto gente ebria como sobria, ante la mirada algo complaciente de la policía. Allí la cerveza sirve como acompañante de gala en cualquier momento del día, sea en invierno o en verano, la briza del fulgor del momento no se opaca por los supuestos estragos de la sangre alcoholizada, esta se reúsa a correr por sobre los techos triangulares de las casas praguenses.

Alguna vez, en un lago a las afueras de Praga le reproché, casi que con burla a Jiri, mi amigo checo. Le hice ver que su país, la República Checa, carecía de reputación. Lo reté a hacer una encuesta preguntando a cualquier extranjero por fuera de ese país, acaso colombiano, que qué sabía del mismo, le aseguré que responderían -¿Republica Checa?, ¿y en dónde es eso?, ¿no será Checoslovaquia? Su respuesta fue contundente, me dijo. –Perfecto que no nos conozcan. Yo le repiqué que no, que me parecía muy maluco ver que su país tan digno y elegante, luego de ser la flamante y prospera Bohemia, pasara a estar en el absoluto anonimato.

Vi sus ojos azules penetrantes reflejando el movimiento del agua cristalina del lago, anotó- Perfecto porque si no nos conocen podemos tener un país solo para nosotros en donde seamos nosotros quienes decidamos por sí mismos, solo así podemos vivir más tranquilos. A renglón seguido me contrapreguntó, firme. - Pero Juan, ¿de qué nos sirve que nos conozcan, como lo hacen con tu país? Que nos conozcan o no es lo de menos, lo demás es la forma en la que vivimos, en armonía, bebiendo y viviendo. Jiri me dejó con pocas palabras por decir. Sí, Colombia es conocida, pensé, cultivamos coca y hacemos que la vida poco valga, en la capital no podemos celebrar con alcohol porque el alcalde asume que gracias a este somos tremendamente violentos, una sociedad aún troglodita.

Bebí apenas tres botellas de cerveza criolla, ya había terminado el partido y todos celebrábamos, la policía vestida de verde chillón se había acercado, ¿y qué hicieron?, ¿qué cree usted? Nada, yo, un bastardo infractor de la ley yacía flamante en el sillón del bar con un doble nudo en la garganta.

Lo anterior me hace pensar en lo incoherente que resulta la concepción prohibicionista que ostenta la administración distrital justo al momento de tomar decisiones de política. La ley seca infantiliza a la mayoría de la población, que sin acudir a la barbarie, consume alcohol consiente y responsablemente. De otro lado, ha quedado en evidencia el problema real de relacionar consumo de alcohol con homicidios, pues existen muchas más variables asociadas a estas muertes violentas. Semejante visión solo aviva la cultura social que penaliza al mismo consumo responsable ya que lo desincentiva. El efecto es apenas evidente, hace que muchos se trasladen al consumo ilegal, por una especie de efecto sustitución, dejando a la deriva al consumo responsable, a lo mejor ese es el gran fracaso de este tipo de medidas restrictivas. Es necesario un conjunto de políticas públicas encaminadas a exaltar el consumo responsable que enarbolen las banderas del civismo, de la libertad del ser y de sus valores, de ese hecho indispensable según el cual sí es posible beber y vivir.
Por: Juan Manuel Monroy
@juan132514

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