La navidad de 1914, en plena guerra mundial, es recordada como el día en que alemanes e ingleses depusieron por un momento sus armas para jugar al fútbol. Los alemanes habían empezado a cantar la tradicional “noche de paz” y lo mismo hicieron los británicos en inglés. Luego a alguien se le ocurrió que se podía hacer una tregua por Navidad y otro propuso que no estaría para nada mal jugar algo de fútbol; total era un tregua y en ellas están permitidas todas las buenas acciones. La Nochebuena tiene ese poder, aquí y en muchos lugares del mundo, puede congelar por unas horas la violencia y los odios. Pero lo que vamos a narrar aquí tiene que ver con otro tipo de creencia, una religión un poco más de la calle y de la eterna niñez que nos habita: el fútbol.
Corría el 8 de octubre del 2005, Costa de Marfil, a pesar de ser uno de los máximos productores de cacao en el mundo, yacía inmersa en una guerra civil. Los muertos se contaban por millares y los ánimos parecían irreconciliables. A pesar de ello, su selección de fútbol había logrado sobrevivir a los sectarismos, y compuesta por hombres provenientes de todos los rincones de la llamada tierra de los elefantes indomables, estaba a punto de lograr el milagro: clasificar a su primera Copa del Mundo. Aquella tarde se jugaban, de visitantes, la última carta contra el Sudán.
A la hora del partido no hubo ciudad, pueblo ni aldea de Costa de Marfil que no estuviera viendo u oyendo lo que ocurría en Omdurmán. Ganaron 3-1. Todo el mundo se olvidó por un instante de la guerra, el fútbol era la locura total. Ya en el camerino, la emoción era tal que algunos periodistas entraron con sus cámaras y transmitían en directo para todo el continente. Los marfileños, al mejor estilo africano, danzaban e inventaban estrofas proclamadas por una voz mayor y respondida en coro por los demás.
Pero en medio de la algarabía, Didier Drogba —quien visitará Colombia en estos días—, el capitán, que en esos minutos debería ser el más feliz de todos los marfileños, sintió por un instante, que la alegría no era completa, pues aunque habían ganado en el terreno de juego, su patria transitaba por los oscuros senderos de la guerra. Entonces entendió (quizá fugazmente), que el destino había puesto en sus manos la ocasión perfecta para hacer un llamado a la paz y a la reconciliación.
Drogba tomó el micrófono, habló con pausa y fijando su mirada en la cámara, como queriendo metérsele a cada televidente por los ojos. El grupo de jugadores se fundió en un mutuo abrazo mientras el capitán, nombrando los puntos cardinales de su tierra les habló así: “Marfileños y marfileñas, del norte, del sur, del este y el oeste: ya vieron hoy que toda Costa de Marfil puede cohabitar, puede jugar en conjunto con el mismo objetivo de clasificar para el mundial. Les habíamos prometido que esta fiesta iba a reunir al pueblo”.
Entonces Drogba invitó a sus compañeros a arrodillarse. El vestuario parecía un templo y todos decían con insistencia: “perdonen, perdonen”. Acto seguido Drogba continuó: “el único país del África que tiene todas estas riquezas no puede zozobrar en el caos de la guerra, ¡Por favor! Depongan todas las armas, hagan las elecciones y todo saldrá bien…”
Drogba terminó cantando: “Queremos divertirnos, larguen su fusiles, queremos divertirnos, larguen su fusiles”. El momento, corto y sencillo como suelen ser los mejores momentos de la vida, estuvo cargado de un aire de humanidad tal que caló en lo más profundo del alma marfileña. La acción de Drogba y sus compañeros fue el primer paso para entablar un proceso de paz.
Fue este hombre quien tuvo la sensibilidad para actuar en el más oportuno de los momentos, y quien entendió que la vida debe ser como el fútbol, un espacio para divertirnos, para ser felices. ¡Quién lo creyera, esta bendita religión que es el fútbol, que produce las más grandes emociones, también tiene la capacidad de parar guerras!
En el terreno del fútbol, Drogba lo ha ganado casi todo. En su país es considerado un verdadero padre de la patria. Tiempo después reconoció que no planeó sus palabras, que todo fue fruto del momento. Le podríamos creer, mas sabemos que momentos estelares se le brindan a muchos, pero muy pocos suelen aprovecharlos, y como diría Stefan Zweig: “El vacilante es rechazado con desprecio. Únicamente los audaces, nuevos dioses de la tierra, son encumbrados por los brazos del destino al cielo de los héroes”.