El actual estado de cosas nos concede licencia suficiente, sin perjuicio de los efectos aniquiladores que sobre discursos de esta naturaleza pueda ejercer el ímpetu del orden democrático, para sugerir o exhortar, tal y como hiciera Goethe con el escultor, a los impostores del presente: trabaja y no hables. Esta advertencia se hace apremiante sobre todo cuando la ideología posmoderna se halla en pleno apogeo y la difusión de ideas que tienden a diluir la sistematicidad de la razón crítica en fórmulas y tópicos irracionales se encuentra trabajando a toda máquina.
Por obra y gracia de no sé qué misterioso influjo o don sobrenatural, los ciudadanos de las democracias se convierten automáticamente en profundos pensadores, en expertos científicos y en diestros eruditos. A lo mejor todo esto se deba a aquella doctrina falaz que pretende incorporar a las disciplinas categoriales (técnicas, científicas, filosóficas, etcétera) en relatos en los que la verdad obedece a causas subjetivas —a lo mejor la realidad sea el resultado prodigioso de una alucinación solipsista— (todo vale lo mismo, dicen; todo es relativo, afirman). Esta increíble obra de adormecimiento colectivo que solo ha sido posible por las ingentes cantidades de contenidos entontecedores (música, televisión, libros, etcétera) y que no encuentra parangón en la historia (ningún otro régimen, ni aun el más tiránico, había anulado de tal modo la inteligencia de los miembros de la sociedad política) es en verdad pasmosa y, por sus resultados, admirable.
Todo lo anterior no menoscaba un ápice el hecho de que, de algún modo, todos seamos filósofos (la diferencia está, dice Gustavo Bueno, en que algunos son peores que otros). Esto último sí que se hace evidente al escudriñar las redes, al opinar de política, por ejemplo, no queda otro remedio que echar mano de ideas que son estrictamente filosóficas (democracia, pueblo, soberanía, poder, corrupción, etcétera), pero, expuestas tan desprolijamente en las redes (como en tantos otros medios), se convierten en intrincadas madejas metafísicas. La cuestión de fondo con todo esto es el peligro que implica operar con ideas disueltas de viejas doctrinas (filosofía inmersa) de las que no se tiene la menor sospecha de su origen y evolución histórica. ¿Pero cuál peligro? Cabe recordar que son las gentes las que tienen el poder de elegir gobernantes. Súmese a todo esto, además, la mezcla de categorías desvinculadas entre sí (cómo pensar la “ciencia” jurisprudencial con las categorías de la técnica política o la historia con las de la moral), algunos astutos y demagógicos funcionarios públicos y obtendremos como consecuencia un estado, ahí sí, de desorden como el que tenemos.
Ahora bien, no es posible derrotar tan fácilmente al régimen de las libertades absolutas (libertad de opinión, para opinar majaderías... lo mejor y más prudente sería callar; libertad de pensamiento, el verdadero pensamiento no puede ser libre), sería erróneo a estas alturas pedir peras al olmo pretendiendo que todos aquellos opinólogos vayan a estudiar con seriedad los clásicos del pensamiento universal y no para que se vuelvan eruditos, sino para que no repliquen las sandeces de otros (como decía Cicerón: no hay estupidez que no haya dicho un filósofo); la cosa va más bien por otras rumbos, se trata de hacer una apología, estoica si se quiere, del silencio (que por otra parte pueda que también tenga cierto rastro de optimismo).
No hay por qué sentir frustración, vergüenza, rabia o impotencia (perdón el psicologismo barato) si no se cuenta con las categorías necesarias y suficientes requeridas para tramitar un análisis riguroso y sistemático de los fenómenos (sea el que sea). En muchas ocasiones al comentar, opinar o proferir a la ligera un juicio sobre un asunto que quizá precisaba un poco de meditación pausada cometemos la gran torpeza de quedar como unos completos imbéciles, esto, a mi parecer, es ya una razón de peso para reprimir los labios (nadie quisiera tener fama de imbécil). Pero hay otra razón que me parece más importante, a saber, cada vez que se hablamos por hablar corremos el riesgo de arrastrar a otros y hundirlos más en la confusión (sobre todo en el presente). Por último, dejaré dos citas que vienen muy bien para rematar este artículo, una es de Mao Tse Tung y otra de la biblia:
- "Quién no ha investigado no tiene derecho a hablar".
- "Aun el necio, cuando calla, es tenido por sabio, cuando cierra los labios, por prudente."