Si se quisiera revivir el espíritu garantista de la pasada Asamblea Nacional Constituyente, nuestros gobernantes tendrían suficiente con darles vida a algunos aspectos olvidados de la Constitución que allí nació, especialmente a los relacionados con las garantías que hagan ciertas las libertades de conciencia y de cultos.
Aunque no sobra que se mencionen por separado, esas garantías giran prácticamente alrededor de lo mismo, es decir, del fuero íntimo de la persona, que es en el que se configura el mundo de sus convicciones, pero también del que emana su derecho a reclamar condiciones adecuadas para hacerlas respetar.
Lamentablemente esas garantías no cuentan con los desarrollos normativos necesario para que puedan operar, pues han primado los intereses de quienes se benefician con el oscurantismo religioso, antes que los derechos de los que quisieran ver dispuestas para su goce todas las posibilidades de hacer que esos derechos, superando el campo de los meros propósitos, se conviertan en realidades que eleven la calidad de sus vivencias cotidianas.
Partiendo de las condiciones actuales, ¿será posible disfrutar realmente del derecho a definir con autonomía nuestras inclinaciones religiosas cuando desde la más tierna infancia se está emponzoñando nuestro cerebro con el tósigo de una sola religión?
Dicho en otros términos, ¿será que nuestra confesión cristiana ha sido realmente el fruto de nuestra libertad de escogencia cuando ella ha sido la única posibilidad de elección que hemos tenido? ¿no habríamos podido ser más bien musulmanes, budistas, hinduistas o ateos si de tales concepciones hubiéramos recibido las mismas influencias y conocimientos que se nos dispensaron del cristianismo desde nuestra tierna infancia?
Al respecto, Jean Jaurès, en una famosa carta a su hijo, manifestó que “solo son verdaderamente libres de no ser cristianos los que tienen facultad para serlo”. Esto quiere decir que no somos verdaderamente libres de ser mahometanos, Hare Krishna o taoístas quienes no hemos recibido conocimiento acerca de estas corrientes teológicas, de lo cual se deduce que si somos católicos, o integrantes de cualquiera otra corriente del cristianismo, no ha sido a causa de una elección libre, sino por no haber tenido el conocimiento ni la ocasión requeridos para ser parte de otra religión.
Estamos, pues, en mora de reclamar ajustes a los programas de estudio de nuestro sistema educativo, para que en vez de cátedras únicas y catequizantes, como es la que siempre nos han impartido, se brinde un conocimiento universal, transparente e imparcial de lo que ha sido el pensamiento teológico en la historia de la humanidad, o que, en su defecto, no se imparta ninguna cátedra religiosa, pues su verdadero lugar está en los púlpitos y no en las aulas.