Las aguas del río Medellín bordean una piedra plana, amarillenta. Desde arriba, como las fotografió un anónimo, marcan surcos coronados de espuma y aparentan ser oscuras y densas. Sobre la piedra seca, una sábana blanca parece moverse como si la corriente también trajera viento. Un hombre, vestido de naranja y sumergido hasta las rodillas, trata de mantener la tela extendida. Otro, también uniformado, ayuda en la faena que exige precisión y fuerza. Uno más los observa mientras sostiene al que sería llevado por las aguas si él lo soltara.
El cuerpo rescatado flota boca abajo. Uno de sus brazos descansa ligeramente en la cintura; el otro se ve rígido porque el hombre de amarillo lo tensa desde la mano. Da la impresión de que las piernas se le golpean contra la piedra cuando el agua se agita. No sé si las marcas en el cuerpo son tatuajes o heridas recientes. Cuando amplío la fotografía para tratar de saber, los pequeños puntos de luz crecen y laimagen se me hace un mensaje incomprensible. La regreso al tamaño original y contemplo de nuevo al mecido por las aguas. Pies desnudos, plantas blancas; piernas maquilladas o heridas, pantalones de dril muy cortos; espalda limpia, top blanco; cabeza sumergida y cabellos largos, flotando.
La imagen se me antoja silenciosa y fría aunque sé que el 26 marzo del 2014 a las 8 de la mañana, cuando sucedió lo que narro,buses y camiones rugían por la autopista Norte paralela al río,y la temperatura llegaba ya a 20 grados centígrados. Lo que veo trae silencio porque solo los bomberos concentrados en su tarea asisten al muerto. La foto me provoca frío cuando confirmo que la corriente oscura y sucia fue durante horas el último lecho del que en un momento será arropado por una mortaja blanca.
Al pie de la fotografía leo: masculino, N.N., LGTB. Entonces vuelvo al plano general. A la imagen vista desde arriba, a las aguas arremolinadas, al pelo revuelto, a la mano del bombero asida a la mano del cadáver, y me quedo ahí tratando de entender el gesto. El hombre de amarillo ligeramente inclinado hacia el cadáver no lo mira, lo aguanta. Su deber profesional le impone luchar por no perderlo antes que contemplarlo, interrogarlo, rezarlo. Ya vendrá el momento, antes de entregarlo a los fiscales, para descubrirle las señales especiales. Tal vez tenga ganchos en la lengua, cicatrices de viejas cirugías, restos de esmalte azul en las uñas de los pieso un ángel de la guarda tatuado en el pecho, justo ahí donde algunos creen que se mete el alma.
Los cuerpos rescatados del río a veces hablan con una dulzura demoledora, deduzco de lo que me cuenta un bombero al otro lado del teléfono: dicen que fueron madres jóvenes, bellezas atléticas, hombres esforzados, muchachas bien plantadas. Y, a la vez, los mismos cuerpos traen la noticia del sufrimiento de sus últimos minutos, de la atrocidad que no queremos ver. Del lecho oscuro que veo en esta fotografía, donde además de frío hay piedras que sirven de sepulcros, los socorristas han rescatado este año por lo menos veinte cuerpos asesinados con balas, puñales, cuchillos y garrotes.
Vistas en serie, las fotografías provocan espanto pues se descubre que en el río, fuente de belleza y vida en Medellín, se reescribe otro capítulo de la violencia sin límites que heredamos y perpetuamos sin pudor. Mientras que los asesinados van al río para que él se encargue del destino final de los despreciados, de los que estorban, de los que sobran, de los que están demás, Medellín mira el cielo límpido de este verano, disfruta del viento que viene del Norte y habla de sus medallas y sus coronas.