Dos episodios recientes de la política europea, las elecciones parlamentarias en el Reino Unido y en Francia, son ejemplos excelentes para destacar las ventajas del sistema parlamentario frente al presidencial, que nos asola. Y eso que en Francia hay un régimen semiparlamentario, con vestigios monárquicos en el poder presidencial, que es de todas maneras mejor que el presidencialismo, exótico en las democracias modernas con la notoria excepción de Estados Unidos de América.
Lo de Francia merece una explicación. La Cuarta República francesa, inaugurada después de la Segunda Guerra Mundial en 1946, luego del trauma nacional de la invasión alemana, se parecía mucho a la Tercera República: un régimen parlamentario, multipartidista, que producía gobiernos inestables producto de coaliciones inestables. Charles De Gaulle, quien era algo así como la reencarnación de Luis XIV, da un golpe en la mesa y convoca a un referendo que crea en 1958 la Quinta República, que aún perdura.
La Quinta República da al presidente, elegido popularmente por un período fijo de cinco años (originalmente eran siete), con derecho a una reelección, un enorme poder, que incluye disolver la Asamblea y nombrar al primer ministro, que es quien maneja la política interna. Si el presidente tiene una mayoría o una coalición mayoritaria en la Asamblea Nacional gobierna sin problemas. Si no, tiene que gobernar con un primer ministro de oposición, con todas las dificultades políticas que ello implica. No puede gobernar con su minoría porque la Asamblea Nacional tiene el poder de ejercer una moción de censura que tumba al primer ministro y su gabinete. Es un equilibrio interesante entre gobierno y parlamento, y una garantía de estabilidad política que hace que la Asamblea Nacional refleje el cambiante querer de los votantes.
Lo del Reino Unido es puro parlamentarismo. El rey es jefe de Estado, pero no gobierna. Es una figura protocolaria que encarna la unidad de una nación muy diversa. Una monarquía parlamentaria muy tradicional que ha venido perdiendo poder desde la Carta Magna, hace mil años. Corre con suerte el Reino Unido al haber tenido siempre dos partidos dominantes, aunque ha habido también coaliciones para conformar la mayoría. El jefe del que tiene más votos es el primer ministro, con un gabinete que sale del Parlamento, y el segundo es el jefe de la oposición, esperando con su gabinete en la sombra a que le vuelva a tocar el turno. España e Italia son por el estilo,
Las circunscripciones electorales inglesas y francesas son muchas y pequeñas, y cada una elige un representante. Tanto en el Reino Unido como en Francia existe una cámara alta, sin mayores poderes. La de los Lores y el Senado elegido por los concejales, respectivamente, ambas muy honoríficas.
En Francia y Reino Unido democracia significa democracia. No como entre nosotros donde la composición del Congreso se convierte en un privilegio de minorías adineradas
En ambos países democracia significa democracia, o sea verdadera representación de la voluntad de los ciudadanos en el gobierno. No como entre nosotros donde la composición del Congreso se convierte en un privilegio de minorías adineradas. Para empezar, el Senado es elegido por circunscripciones nacionales, lo cual deja a medio país sin representación, desvirtuando por completo la figura copiada de la constitución de Estados Unidos que elige dos senadores por cada estado quienes representan de verdad a la Nación, no los intereses legítimos e ilegítimos que nacen de la financiación de millonarias campañas nacionales. Y los representantes a la cámara son elegidos por los departamentos, que son pocos y grandes, lo cual deja sin representación toda la extensión de las provincias, pues la concentra en la zonas de quienes tengan más recursos para elegirse. Algo parecido al ejemplo francés podría ser una solución para Colombia, tan presidencialista.
Cuando se habla del absurdo atrevimiento de proponer una Asamblea Nacional Constituyente, que modifique la Constitución de 1991 porque se supone perfecta y escrita en piedra (aunque se ha cambiado más de 50 veces), se olvida que lo que hay que cambiar de verdad es la manera como se elige al Congreso y sus funciones, que es la fuente de todos nuestros males. Es el régimen político el que hay que cambiar, por uno que establezca una relación real entre el ejecutivo y el legislativo, y una verdadera representación regional. Ese es solo uno de los temas de los muchos que habría que revisar y que el Congreso, refugio de los mayores privilegios, no aceptaría. Por ello resultan un poco patéticos los llamados a dejar intocada para siempre jamás la Constitución de 1991, con la cual se rige hoy un Estado que no funciona.