Escribir cuentos desde la cárcel

Escribir cuentos desde la cárcel

Este 4 de mayo, el Inpec y el Ministerio de Cultura presentan en la Filbo ‘Fugas de tinta 11’, una nueva antología de poemas, cuentos y relatos escritos desde las cárceles de Colombia

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mayo 03, 2019
Escribir cuentos desde la cárcel

Henry Méndez, exsoldado del Ejército, relata la madrugada en que un disparo a quemarropa lo dejó 15 días en coma en un hospital de Villavicencio. Antes de caer herido, creyéndose al borde de la muerte, había intentado defender una hacienda en Puerto López de lo que parecía un asalto a manos de paramilitares. Un final casi anunciado: Henry se enteraba a diario en la zona sobre cuerpos abandonados en la vía, hurtos a fincas y atentados a ganaderos. La historia, su historia
–‘Mis lágrimas entre mis dedos’– la reconstruyó durante varios meses en la Penitenciaría de su natal Leticia.

A miles de kilómetros, en la cárcel de Apartadó, Antioquia, Fredy Florez compuso unos versos desesperados para la mujer que amó con devoción: “En la esquina de la cárcel / llora un condenado a doce años de prisión / no llora por la condena que tiene / llora porque ha perdido su amor”…

Desde alguna celda de la Penitenciaría Pedregal de Medellín, una mujer que prefiere identificarse como ‘JyJ’ –embarazada y con una larga condena por cumplir– describe con hondura cómo terminó en prisión tras vengar la muerte de su esposo, asesinado por un hombre que prefirió acabar con su vida antes que pagarle una deuda millonaria.

Los relatos hacen parte de ‘Fugas de Tinta’, 380 páginas por las que caminan hacia la libertad 103 historias de reclusos de Colombia y que será presentada este 4 de mayo en la Filbo. Se trata de la edición número 11 de una antología que nace en medio de los muros de una veintena de prisiones, en 18 departamentos, y de un taller que desde hace 12 años se convirtió en un espacio en el que la fuerza de la palabra les enseña a sus autores a conocer otra forma de ser libres.

Ese taller –‘Libertad bajo palabra’– nació en Cali en julio de 2006, “un poco producto del azar”. Quien lo recuerda es José Zuleta Ortiz, cuentista, poeta, hijo del filósofo y escritor antioqueño Estanislao Zuleta.

Cuenta que un día terminó en la cárcel de mujeres El Buen Pastor, invitado junto a otros autores a compartir sus relatos con las internas. Varias de ellas llevaban consigo cuadernos escolares poblados de poemas, crónicas, cartas sin destino, reflexiones. “Les pedí que leyeran y noté que eran textos escritos con desenfado, con una fuerza que estremecía”. Al final, fueron las reclusas quienes terminaron leyendo sus textos ante los asistentes y las que encendieron en el escritor bogotano la idea de un espacio en el que ellas se reunieran alrededor de la literatura para escribir tantas y tantas historias que tenían atoradas en la memoria y el alma.

El taller, que ha inspirado incluso tesis universitarias, comenzó a dictarse los jueves, bien temprano en la mañana hasta el mediodía. Y en cada nueva sesión, ante los ojos del escritor José Zuleta iba dibujándose, entre las líneas de los relatos, “un país abusador y maltratador de sus niños; un país que no llega con oportunidades y educación a los jóvenes más pobres; y un país que creó una narrativa sesgada sobre quienes terminan en prisión donde se cree que solo hay gente malvada”.

De esta experiencia nació la primera antología ‘Fugas de tinta’, que llegaría hasta los pasillos del Ministerio de Cultura, que no solo aplaudió la iniciativa, sino que buscó replicarla en otras penitenciarías del país. Hace cuatro años, el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, Inpec, entendió que la literatura era un camino efectivo de resocialización y financia la mitad del programa.

Gracias a este apoyo, y a la terquedad de Zuleta y una pléyade de escritores que conducen los talleres en cada ciudad, hoy ‘Libertad bajo palabra’ deja cifras bondadosas: doce años de trabajo que han permitido la realización de 164 talleres en 33 centros penitenciarios que beneficiaron a unos 4 mil internos (solo este año, el programa pasó de 20 a 28 talleres); y la publicación de 11 antologías, todas disponibles en internet.

“La edición de Fugas de Tinta permite promover la ‘bibliodiversidad’. Representa el trabajo de hombres y mujeres que, a pesar de estar privados de la libertad, le abrieron las puertas a la literatura, y a través de ella se reconstruyen como ciudadanos productivos”, asegura Luis Daniel Rocca, director del Taller de Edición Rocca, sello independiente que apoya la edición de los libros.

Páginas habitadas por temas a los que los internos regresan una y otra vez en cada antología: “el amor, que en prisión cobra unas dimensiones muy distintas; la cárcel como una condición humana que revela lo mejor y peor de lo que somos capaces los seres humanos; la ley, el delito, la injusticia; temas abordados con mucha profundidad”, explica Zuleta.

Y hace más cuentas: a través del programa se han dotado, con ayuda de la Biblioteca Nacional, 12 bibliotecas en centros de reclusión y se gestionó con donantes privados la llegada de libros para otras 17. Más de 20 mil títulos que terminaron en manos de personas “que no crecieron cercanos a la literatura. Muchos de los internos tienen niveles de escolaridad bajos, algunos apenas sí saben escribir, pero siempre encuentran libros que los atrapan, que les dicen algo”.

Bibliotecas dotadas según las necesidades de una persona privada de la libertad. Estantes poblados de literatura, claro; títulos de autores universales. Pero también textos sobre oficios, artes, ayuda psicológica, idiomas, temas jurídicos. Cristian Sánchez, interno de La Picota, desde que llegó prisión hace dos años, acusado de hurto agravado, distrae las horas muertas leyendo. Hasta ahora, calcula, ha disfrutado unos 30 libros. Más de uno al mes. “‘El olvido que seremos’ por ejemplo, me lo leí en un solo día. Era como escuchar, contado por otro, la historia de mi familia que también sufrió por el asesinato de mi papá”.

Muchos otros internos se acercaron a los libros a través de actividades del programa ‘Libro al patio’, que lleva los textos hasta los patios, que ha permitido incluso que varios se hayan convertido en bibliotecarios profesionales.

John Jairo Zuleta, preso en La Picota, fue uno de esos internos que pasó por los talleres. “A través de la literatura –dice– empecé a ver mi vida con otro sentido; ahora tengo más ganas de salir a hacer cosas buenas; dar lo mejor de mí para dejar atrás mi vida delictiva”.  Será por eso que para el creador de estos talleres, en las cárceles cobra sentido aquello de que “escribir literatura se convierte en una necesidad, una vía para tratar de encontrarse, para salvarse del extravío”.

Así debieron entenderlo también al otro lado del Atlántico, en España, donde el Ministerio de Cultura de ese país, a través de su programa Lectureando, destacó en 2018 a Libertad bajo Palabra e invitó a replicarlo en otros países de Hispanoamérica por tratarse de una iniciativa que “sirve de altavoz para miles de personas con mucho qué contar, pero que por circunstancias no suelen ser escuchadas. La palabra como herramienta para revelar y entender la propia historia, para liberarse, para reconstruirse de una manera creativa”.

Crear como lo hizo Jeison Jiménez Pérez, preso en Valledupar, Cesar. Su texto, un microcuento, se lee en la página 253 de Fugas de Tinta 11. Se llama ‘El ojo grande de Foucault’. Unas pocas líneas que dibujan una historia, la suya, la de millones de reclusos en el mundo. La escribió para ser libre: “Te acercas a tu víctima creyendo que nadie te está viendo, disparas y emprendes la huida, suena la sirena que tiene ojos por todas partes y te detienes con las manos en alto; desde la esquina ves al que te señala con el dedo. El ojo seco de las cámaras de la calle mira sin parar, también los ojos escondidos de los almacenes y las tiendas que hay en el recorrido de la huida. Sé que mi imagen está en la memoria de los computadores. Es el ojo grande de Foucault que me persigue sin parar, porque hay que “vigilar y castigar”.

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