Se cuenta que alguna vez alguien quiso deslumbrar a Buda con las vanidades y accesorios del mundo. Para tal efecto, lo invitó a un bazar donde se ofrecían a los ojos del visitante las últimas maravillas hechas por la mano del hombre. Al salir del evento le preguntó emocionado a Buda qué tal le había parecido tan fenomenal exhibición, el iluminado maestro le respondió: “hoy he descubierto cuántas cosas no necesito”. Fue ese mismo iluminado el que pronunció una de las frases más reveladoras para el género humano: “la raíz del sufrimiento es el apego”.
En este sentido, la especie humana es tan vulnerable, pobre y medrosa que necesita de todo, hasta de un ser necesario, llámese dios, dioses, ídolos, etc., para calmar sus cobardes delirios y darle respuesta a lo que no tiene de hecho ninguna respuesta, al menos por el momento. En otras palabras, tenemos un vacío tan enorme que nos sentimos impelidos a llenarlo con cosas (concretas o abstractas) casi siempre innecesarias. He ahí el secreto de los que promueven el consumismo y el mercantilismo: ellos saben que la gula y la ambición del género humano es insaciable. La religión, por ejemplo, es una especie de mercado donde se comercia con las mayores ambiciones de la humanidad: la salvación del alma, la posesión de Dios, la vida eterna. La espiritualidad, por el contrario, nos enseña a liberarnos de nuestros miedos y apegos, y a encontrar a Dios en todo y en todos. La religión vende, adormece e inyecta culpa y miedo. La espiritualidad libera de los apegos y necesidades inútiles y ama y entrega con gratuidad.
Por otra parte, me atrevo a decir que ningún momento de la historia tuvo tantos esclavos como la época actual. No ha existido una generación más hueca, vacía, frívola, desubicada y tonta que la de hoy. Por ejemplo, ese demonio llamado ego es el que lleva a millones de personas a gritarle al mundo: “yo existo”, “aquí estoy”, “mira lo que puedo hacer”, “qué importante soy”. Para poder manipular a ese demonio egocéntrico e insaciable que llevamos dentro, los que gobiernan el mundo han creado la necesidad de las redes sociales. A través de esa telaraña de conexiones y tejidos infinitos pretenden controlarnos y convertirnos a la vez en marionetas, en robots, en máquinas de impulsos primarios que reaccionan simiesca y patéticamente si suena el vibrador del celular, si ese aparato nos falta o se halla fuera de nuestro alcance, o si recibimos un mensaje por cualquiera de esas redes… Y hay quienes llegan al extremo de arriesgar su vida (mueren muchos en efecto) para obtener unas estupendas y ridículas selfies que merezcan la atención, la admiración, el halago o el aplauso de un público igual de tonto y alienado.
Además, somos esclavos de las apariencias, de la moda de turno, del ídolo de turno, de la fama, de la aprobación de los demás, del programa favorito de la tele, de tal ideología política, de cualquier secta o religión, y cómo no, de x equipo de fútbol (y hasta hay quienes lloran y matan y hasta se suicidan si el equipo de sus estúpidos amores pierde el título). Y discúlpenme respetados lectores, pero a este mono sin cola, velludo todavía, y recién bajado de los árboles lo llamamos ser humano u hombre que sabe. No sabemos nada, como bien dijo Sócrates. O bueno, sí sabemos hacer algo muy bien: destruir, porque lo peor de esta esclavitud orquestada por nuestras infinitas necesidades “innecesarias”, consiste en que gracias a ellas estamos destruyendo el planeta y de paso, a todas las especies animales, vegetales y minerales. Algún día alguien mirará desde otra esfera este planeta y se le parecerá a un queso gruyere, de tanta oquedad causada por el autodenominado homo sapiens en su ambición de petróleo, oro, material radiactivo y un extenso etcétera.
Para terminar, no crean lectores que yo presumo de ser libre; es decir, de no ser un esclavo. Dijéramos que soy un esclavo consciente que de a poco ha renunciado a muchas necesidades: uso lo mínimo el teléfono celular, hace meses renuncié a las redes sociales, veo muy poca televisión, soy un vegetariano que se encamina a ser vegano… A mi pesar, no puedo renunciar a las hojas de papel, a la tinta con la que escribo y pergeño mis ideas, a los libros, a las valiosas herramientas que proporciona la tecnología, las cuales bien empleadas y sin que nos esclavicen son una maravilla. Sobrellevo, además, algunas frivolidades y necesidades de consumista, por lo cual no evado mi responsabilidad en el deterioro del planeta. En todo caso, el mayor de los esclavos, el más robotizado y sumiso es aquel que desconoce su condición de esclavo, y se siente libre en medio de sus apegos y ataduras. Por el contrario, el que es consciente de su esclavitud tiene la oportunidad de luchar por su libertad, y por ende, tendrá también la posibilidad de renunciar a sus cadenas. Y cuando por consciencia observe cuán inútiles e innecesarias son tantas cosas, con toda seguridad las soltará y se reirá de ellas.