Estudiante, apenas tercer año, lo dejan cuidando una paciente terminal, el residente se va. A la mañana siguiente la frase del médico se le grabará en cerebro y corazón de por vida: “la dejó morir temprano, para poder irse a dormir, ¿cierto?” Cuando la injusticia del juicio de un superior hace mella, no se olvida, más bien fortalece.
Primer día, primer paciente, primera emoción. —Doctor, un aborto, —dijo la enfermera del hospital rural que recién pisaba. —¿Qué anestesia hay? —pregunta el doctor con alegría mezclada con temor, pensando en el legrado que aparecía como un as debajo de la manga del Creador. Para que de una vez entrara a la realidad más allá de los claustros académicos y hospitalarios la enfermera contesta: —No hay, tal vez algo de diazepam. Dios no desampara, todo sale bien, se pudo sedar lo suficiente.
Transcurren los días y llega su primer paciente “particular”. Debe viajar a una finca cercana, gente pudiente. La señora frisaba los 50 y el médico con su mente recién parida de la facultad y queriendo investigar a fondo propone trasladarla a una ciudad para exámenes que permitan un diagnóstico, la familia que no lo permite. Qué dura verdad, los médicos no toman la última decisión.
Las prostitutas también le llevan regalo en su despedida. Aquellos jueves en la tarde que transcurrieron durante un año viendo y tratando personas enfermas por su oficio, hecho con humildad, con entrega, tienen su recompensa. La gratitud de un gremio por demás estigmatizado cambia su visión de ellas por siempre.
Recuerda verse tirado en el prado del hospital universitario ya como especialista curtido, rodeado de niños con mielomeningocele y sus madres, durante una actividad grupal. Esas imágenes lo siguen dejando perplejo y emotivo cuando unos años después ve llegar a una de esas mamás con su hijo caminando, “chueco” pero por sus propios medios.
Se entera por terceros, no le van a volver a remitir pacientes de esa institución. Por aportar algo más que el diagnóstico EMG que se le requería, un error de juicio lo llevó a sugerir un diagnóstico clínico fuera de contexto. Cuando la tristeza del error cometido lo consume por dentro, le enseña prudencia, a ir más despacio, fijarse bien.
Lo ve por la ventana, mueve la mano sin dificultad, solo unos minutos atrás dentro del consultorio ni se la dejaba tocar, menos la movía, disque por dolor y parálisis. La rabia y el enojo ante el engaño descarado del paciente se instalan y cuando eso se vuelve frecuente, muy frecuente, uno tras otro lo conducen a saber que hay cosas en la vida que escapan a su capacidad de persuasión y que usted tiene que aceptar.
Hasta hace poco su figura era desgarbada, sin maquillaje, con ojos apagados y con la estima más sombría todavía. Ahora se enfrenta a su familia, tiene novio, es bella por fuera ya que no le da vergüenza mostrar su belleza interior. Sí, el programa de sexualidad para personas con discapacidad facilitó esta transmutación, esta alquimia y de refilón al médico también lo tocó.
La dama a quien usted ha acompañado como médico por años, (“tratado” sería un termino que se queda corto en esta relación) en quien ha visto la entereza de ánimo aunque su cuerpo se paraliza cada día un poco más, inevitablemente, y que ya recluida en la UCI con falla respiratoria pregunta con ojos y apenas moviendo labios: “Doctor, ¿ya es hora, ya voy a morir?”, lo hace estremecer hasta lo más profundo de su alma mientras contesta un sincero “si” y ve que sus caras —la suya y la de su paciente— se llenan de paz.
Otra unidad de cuidado intensivo, un país extraño, un familiar grave. Lo llaman para estar por la noche allí donde normalmente no es permitido. Usted trasnocha, cuida, tranquiliza y siente como ser familiar y ser médico no son, no pueden ser cosas independientes, se funden en una sola y única realidad: usted.
Cuando ves que el dolor te ha acercado a la persona y no solo a la enfermedad; cuando la empatía con el paciente es tan grande que usted sufre o goza con el sufrimiento y gozo de él; cuando las familias lo saludan con emoción en la calle y lo recuerdan años después por la compañía que usted fue en momentos decisivos; cuando el equilibrio va apareciendo y asentándose, cuando esto sucede, se va instalando la alegría nacida de lo más profundo de su ser.
Cuando reconoce usted, en su vida, escenas semejantes y siente que ha puesto todo su intelecto, toda su emoción y la más grande pasión en ellas, en ese momento, solo allí llorando de felicidad, sabe que verdaderamente ha ejercido el “sagrado arte de la medicina”.
Ayer me sucedió mientras escuchaba un concierto para piano de Schumann, fue como la revisión de vida que relatan quienes han estado cerca de la muerte, pero sin ella todavía. Ha sido una de las experiencias “místicas” más impactantes en mi vida. No la llamé, no la busqué, apareció sin previo aviso, me tomó por sorpresa y me dejó extasiado, sereno, lleno de gozo.