Se le atribuyó a Göbbels la frase de que “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Y aunque no hay registros de que el ministro de propaganda NAZI la haya dicho, de tanto repetir el nombre de su supuesto creador, se convirtió en verdad que fue de su autoría. Otra muestra de la vigencia de la premisa con supuesto origen teutón se encuentra en las tierras de macondo, donde lo real se funde con lo mágico y como lo plasmara García Márquez, "un simple rumor puede terminar en una tragedia".
En el caso de Colombia, esas falsas verdades alientan el patriotismo y enaltecen el ya de por sí crecido sentimiento de superioridad de nuestro pueblo. Crecemos creyendo historias sin sustento alguno, como que tenemos el segundo himno más bonito del mundo después de La Marsellesa, que somos el país más feliz del mundo, que ganamos la guerra contra Perú aunque hayamos perdido la mitad de la Amazonia, que el municipio de donde somos oriundos tiene el mejor clima del planeta, que hablamos el mejor castellano del universo y que los bogotanos tienen acento neutro; mitos que por cierto son repetidos por otros hispanoamericanos frente a sus respectivos himnos, países, capitales y municipios, como verdades absolutas.
A esos mitos patrioteros se unió uno desde los años 50 cuando el Derecho Internacional del Mar empieza a codificarse en el marco de la Primera Conferencia convocada por Naciones Unidas al respecto, y la vieja categoría de “mar territorial” teorizada desde tiempos de Hugo Grocio y determinada por la distancia de disparo de un cañón. No solo es aumentada hasta las 12 millas, sino que se suman otros espacios para que el Estado también ejerza soberanía, como es el de “plataforma continental” (10 de junio de 1964) y “Zona Contigua” (10 de septiembre del mismo año). A partir de entonces queda claro que la comunidad internacional reconoce que los Estados no solo ejercen dominio sobre su suelo, sino también sobre su mar, y que este también puede incorporarse en los mapas, sea para explotar esos recursos en provecho de sus nacionales o sea para presumir del tamaño de cada país.
Así se empezó a construir la idea de que Colombia era la dueña una porción de mar sobre la que no tenía ningún título que lo acreditara. No había ningún tratado limítrofe, que definiera que el meridiano 82 era el límite de Colombia con Nicaragua, y el único soporte para que los colombianos así lo creyéramos eran las mentiras de la casta política, repetidas por los medios de comunicación y convertidas en verdad por los docentes de historia y de geografía, que en medio de falacias ocultaban con el Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928. En realidad se había renunciado explícitamente a la Costa de Mosquitia -sobre la cual no se ejercía soberanía de facto desde mediados del siglo XIX- a cambio de que Nicaragua reconociese la soberanía de San Andrés, y los cayos e islotes que lo rodean, sin ni siquiera mencionar el citado meridiano.
En el canje de instrumentos en 1930, se mencionó esa línea tan solo para dejar claro que sobre las islas que estaban al este, Colombia ejercería soberanía, sin mencionarse nada frente a quien pertenecía esa Plataforma Continental y esa Zona Económica Exclusiva, por la sencilla razón de que para ese momento no existían esas categorías en el derecho internacional, y se consideraba que eso era “terra nullius” sobre la cual no se podría ejercer soberanía. Lo que nadie nos contó fue que a los nicaragüenses también desde niños les inculcaron que esas aguas pertenecían a su país -así también carecieran hasta el 2012 de un título para reclamarlas-, y que les enseñaron incluso que San Andrés pertenecía a su país, queriendo invalidar el tratado de 1928.
Al no haber existido nunca una delimitación marítima entre Colombia y Nicaragua, ni una sentencia o laudo que la estableciera, ninguno de los dos países podía afirmar antes del 2012 que era “dueño” de ese mar y aunque lo hacían, ninguna afirmación tenía fundamento más allá del patrioterismo. En el fallo del 2012, Colombia no perdió nada, pues nunca tuvo ese mar, ya que siempre fue un territorio disputado, y lo que hizo la Corte fue aclarar precisamente eso, que sobre el mar no se podría invocar el “utis possidentis juris” de la época colonial, por la sencilla razón de que para ese tiempo sobre esas aguas no se trazaban límites.
La casta gobernante colombiana debió siempre haber sido sincera con la población y explicándole desde un inicio que si bien se tenían algunos argumentos para considerar que a Colombia se le podría reconocer soberanía sobre ese mar, eso no significaba que ya fuera “nuestro” y que Nicaragua “nos lo fuera a quitar”, ya que nadie nos podía quitar lo que nunca tuvimos.
También se le debería decir a la gente que en virtud del artículo 62 de la Convención de Montego Bay, Nicaragua no puede prohibirles la pesca a los isleños, como tampoco se puede prohibir el libre tránsito a embarcaciones colombianas; debería decirle que lo que está en juego es el derecho a explotar petróleo en la plataforma continental, que ya en 2012 sin esperar la decisión de CIJ se negociaron bloques con la empresa española REPSOL; debería decírsele que si bien al pescador raizal no se puede afectar, si se impide que se le pueda otorgar concesiones a las multinacionales pesqueras; también debería decírsele a la población que el dinero que tanto el uribismo como el santismo han gastado en pagarle a firmas extranjeras de abogados, alcanzaría para darle alimento a todos los raizales isleños por más de 200 años.
En cuento a la decisión adoptada por el gobierno el pasado 16 de marzo, debería decírsele al pueblo que así Colombia no comparezca, la Corte va a fallar los dos asuntos que se le sometieron; debería decírsele que el hecho que Colombia se haya retirado del Pacto de Bogotá de 1948, eso no significa que se haya “retirado de la Corte”, que tan solo se le quita competencia automática para algunos casos que en adelante llegaren, y que igual tiene se tiene que cumplir sus decisiones, pues esta es uno de los 6 Órganos que componen la ONU, y no un simple Juez al cual por populismo se le pueda “mamar gallo”.