El pensamiento socialista nace como respuesta de una sociedad ante la mísera realidad y condición humanas. Hoy, pretenden hacerle ver como sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión, cuando es un proceso racional, pleno de positividad. Desear un mundo equitativo, lo que merecemos todos los que habitamos este planeta.
Por milenios, sólo hubo desigualdad, miseria, pobreza y abusos intolerables con los congéneres. Un bienestar ilimitado para unos muy pocos: 90% de la tierra cultivable del mundo, está en manos del 5% de la población, donde se explota sin contemplación a aquellos que la trabajan, sin esperanza alguna de mejorar sus condiciones generales, infame forma de mantener la existencia.
Estamos peor que cuando el amo se hacía cargo de sus esclavos, les daba techo, comida y cubría sus necesidades. Claro que el costo era enorme: látigo sin compasión, morían tempranamente sin asistencia médica, les vendían como mercancía; las mujeres eran abusadas sexualmente por su dueño, antes que su compañero de infortunio. Ellas mantenían la especie, eran preñadas como ganado y los machos aportaban la mano de obra en los campos y soldados para las guerras.
La aspiración del socialismo es muy distinta a lo que se promueve en su contra y es válida para todos. Comparan sus alcances y logros escasos de cien años de existencia, frente a las monarquías o los regímenes clasistas de miles de años que dejaron desgracia e inequidad salvajes para noventa por ciento de seres.
¿Entonces será utópico soñar con un país más equitativo y verdaderamente participativo, democrático? No rotundo, era imperativo moral alzarse contra esta dominación perversa y nociva para los destinos de toda la humanidad.
Tomar postura de rebelión, paradójicamente fue un acto animal de supervivencia, pues la humanidad entendida como compasión, bondad y tolerancia, que debería caracterizarnos, ha brillado escandalosamente por su ausencia.
De allí que el dicho “entre más conozco a los hombres más quiero a mi perro”, no es una exageración, es una verdad de Perogrullo. Es esa actitud de los humanos, dominados por la ambición y la codicia desmedidas, perdiendo cualquier asomo de escrúpulos que vienen arrasando con sus congéneres, lo que precisamente nos ha marcado inmisericordemente.
Los ricos tienen que cambiar su actitud frente a la vida para poder mejorar la existencia de todos los habitantes del planeta. Para proteger la fauna y la flora arrasadas hoy por ambiciones particulares.
Ellos pueden asumir el consumo energético limpio, sin orígenes fósiles. Se puede lograr abastecimiento ilimitado con su participación, a precios ridículamente bajos. Se reforesta la Amazonía, hoy en peligro de extinción gracias a BALA, BUEY Y BIBLIA de Bolsonaro en Brasil.
Se puede dar agua potable a todos; llenar de acueductos y alcantarillados naciones enteras; de plantas de energía eólica, solar y geotérmica, para brindar a todos servicios públicos de los cuales carece el 60% de la población mundial.
Una democracia parlamentaria moderna, fue un avance frente al absolutismo monárquico, pero no suficiente; los destinos de miles de millones siguen controlados por la alta clase. Su capitalismo salvaje es un atentado contra la especie y contra el planeta.
Por tanto, no es ningún atrevimiento exigir la justicia de la participación popular. Pero el poder fascina. Y allí radica la dificultad: evitar caer en similares tentaciones. Evitar desmanes de un líder o caudillo, que siempre han de existir.
Desde Gengis Khan a Ceauscescu, desde Atila a los Kim, desde los zares a los Somoza o Pinochet. Idi Amin, Stalin o Fidel Castro, abusaron de quienes los apoyaron y encumbraron. Las preguntas siguen abiertas, porque el socialismo nunca habla del hechizo del poder.
Quizá no haya antídoto contra la fascinación que ejerce. Diana Turbay Quintero, secretaria personal e hija del presidente colombiano Julio César Turbay Ayala (1978-1982), decía que el poder era mejor que un orgasmo. Y se recuerda aún con horror los crímenes auspiciados por el dictador Gustavo Rojas Pinilla, con sus pájaros de la violencia y el servicio de inteligencia colombiano (SIC). Quedan pocos y lloran aún, quienes recuerdan, por ejemplo, los asistentes a la Plaza de Toros de Santamaría en Bogotá, por allá en 1956, desaparecidos y asesinados, por silbar a su niña consentida, la nena Rojas.
Por otra parte, cuando se ha pensado en transformar el mundo y el socialismo apuesta por la construcción de algo nuevo, surge la sociedad retardataria, cavernaria, con su poder inconmensurable. ¿Cómo enfrentar al Fondo Monetario Internacional, a las bombas inteligentes, a los satélites de espionaje, a los medios de comunicación masivos y a los mercenarios aterrorizando contra el comunismo?
¿Otro mundo es posible? Sí. Participación y poder popular, son conceptos que van más allá de ir a las urnas cada tanto tiempo, o al acto público del 1º de mayo, o una marcha populosa. Las experiencias socialistas en el mundo tienen significativas contradicciones.
La pluralidad partidaria, autogobierno local, autogestión obrera de la producción, movimientos cooperativos ya existen y deben potenciarse. Pero debemos estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; que tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. El capitalismo desarrollado nos llevó a niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no hay sistema capitalista eficiente sin masa productora y consumidora. La masa difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa, prefiere el inmediatismo. La idea de hombre nuevo es la antípoda del hombre-masa. Potencialmente todos lo somos.
¿Es posible perpetuar un espíritu revolucionario de la masa que a veces nace espontáneamente? ¿Construir a partir de él? ¿Cómo hacer que ejerza éticamente el poder? Ese es el reto: un gobierno revolucionario de iguales, dispuesto a cambiar el curso de la historia.
Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX o inicios del XXI en que esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y derrocaron regímenes explotadores (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua o Venezuela) lograron mejoras significativas.
Se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el bienestar cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas, aumentó la producción y la investigación científica. Aunque con la gran burocracia y la falta de derechos individuales en China, ¿no están mejor que con los mandarines?
¿Así no falten cubanos hastiados de la crónica escasez material, su situación socioeconómica y culturales es mucho más digna que la de cualquier país latinoamericano; sus logros sociales ni siquiera pueden encontrarse en muchos países europeos?
¿Por qué entonces los obreros alemanes, o japoneses, altamente desarrollados, con buenos niveles educativos, con tradición de organización sindical, no proponen controlar la producción en sus países? ¿Por qué no organizan una sociedad nueva? ¿Y si esas clases sociales no quieren cambiar su estatus, que cada trabajador quiere duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo? Recordemos que el ideal es consumir más y más. El neoliberalismo es religión casi obligada y la solidaridad es una pieza de museo.
Pensar en utopías es creer que son posibles. Dijeron que el cooperativismo estaría muerto en un mes y lleva 200 años. Hay que enfrentarse a todo este abuso de poder: es un imperativo ético. El mayor enemigo podría parecer hoy el mismo consumismo.
Dada la complejidad e interdependencia actual, se hace casi imposible la autonomía nacional antiimperialista. ¿Cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un estado africano, por ejemplo? ¿Hasta dónde podrá llegar la Revolución Bolivariana en Venezuela?
Lo más revolucionario hoy sería no pagar la deuda externa, consolidar bloques regionales y resistir los embates del capital voraz. Y para hacerlo posible, debe replantearse el tema del poder horizontalizado, participativo, verdaderamente democrático, para evitar desmanes de los caudillos, que nunca han de faltar.