Sería un error limitar a la posición y a las declaraciones del expresidente Uribe la responsabilidad y la dirección de la oposición a los diálogos para un acuerdo con las Farc que lleve a su desmovilización. Igual que en algún momento ya se había llamado la atención sobre que él no era el responsable del nacimiento y desarrollo del paramilitarismo sino solamente su consueta.
Error porque sería asumir que las conversaciones son en verdad sobre un 'Proceso de Paz', lo cual no corresponde a la realidad.
Por un lado porque ella depende es de un cambio de modelo que busque y lleve a la justicia social, y a una reestructuración del Estado acorde con ese propósito. Estamos pendientes de reformas a la Salud, a la Educación, a la Justicia, a las pensiones; de un Estatuto del Trabajo; de la ejecución y no solo de un plan de obras de infraestructura; somos el país con más desempleo, y con más desigualdad del continente; el país es conocido internacionalmente por la inseguridad no solo por la violencia del conflicto armado sino por la delincuencia común y la corrupción que nos azotan; atraemos la inversión extranjera por las prebendas que tenemos que ofrecer para compensar no solo esa inseguridad sino también la jurídica y la de falta de claridad en las políticas públicas. Por algo después de Haití estamos clasificados como el país menos viable del continente. De cambiar todo esto depende la paz y nada de esto depende de lo que se podría firmar en La Habana.
Por otro lado, porque tanto la necesidad como la decisión de culminar en la firma de algún documento son imperativas para los propósitos de cada una de las partes. Lo que los separa respecto al contenido de lo que se suscriba —es decir, lo que sí sería la Paz— es secundario, casi marginal, en comparación con lo que para cada uno esto significa: para el presidente Santos su paso a la historia como algo más que un registro en la lista de mandatarios del país (lo cual es algo como su mantra); para la guerrilla su reconocimiento como insurgencia legítima o justificada, y la oportunidad —probablemente la última— de terminar airosamente con un situación sin expectativas reales de éxito, y de la cual lo más que pueden esperar es una condición de perseguidos, amenazados tanto por las armas como por la justicia de un Estado infinitamente más poderoso que ellas y una comunidad internacional que cada vez los ve más como simples terroristas. Por eso es anecdótico para ambos lo que se firme en cuanto a lo que concierne a contenido programático o ideológico.
Error también es pensar que la oposición que existe es a ese contenido programático o ideológico que prácticamente no existe y en todo caso aún no se conoce: el debate en el país —y de lo que dependen las negociaciones en Cuba— es alrededor del tratamiento a dar a los insurgentes una vez acepten abandonar la vía armada. No es la Paz la que está sobre el tapete. Lo que está de por medio y donde surge el debate es en el cómo se debe tratar a los exguerrilleros una vez se logre la firma de ese acuerdo.
En eso es en lo que hoy difieren dos puntos de vista: el de un gran número de colombianos que no aceptan que es ahí donde es necesario negociar o ceder para lograr un desmonte de la guerrilla, y el de tal vez una cifra pareja de los que consideramos que no importa lo que se firme porque así se elimina el pretexto tanto para que el Estado o sus clases dirigentes difieran indefinidamente los cambios necesarios, como para que los alzados en armas se mantengan en actividades delictivas aduciendo que luchan por esas reivindicaciones sociales que no llegan.
Porque sea Uribe con su obsesión con la vía armada o Santos con su retórica de la Paz, lo que ninguno está pensando —y menos proponiendo— es que el conflicto armado es solo una de las varias expresiones de un gran conflicto social; como igual lo es la delincuencia, la corrupción generalizada, el narcotráfico, las diferentes expresiones de violencia racista, de género, etc.
En el fondo es el mismo perro con distinto collar: la misma propuesta de desaparecer de alguna forma la organización de los alzados en armas pero no lo que llevó a que ella existiera.
Pero otro error sería no diferenciar la responsabilidad que tiene el expresidente de lo sucedido bajo su mandato, de la función que hoy cumple como vocero de los cuestionamientos que algunos pueden hacer a las condiciones o 'sapos' que toque tragar para poder superar este trámite inevitable y comenzar —ahí sí— un proceso en búsqueda de la paz.
Lo que Uribe busca es justamente la confusión de lo uno con lo otro, y mal se hace en permitir y propiciar o aceptar esa confusión.