En medio del dolor, la indignación y el llanto por una noche en la que hasta con el simple acto de dormir se generaba la sensación de ser cómplices de la masacre que se ha venido desarrollando por parte de la fuerza pública, decidí escribir está corta nota que contiene el sentir de todo un país.
Miles de personas hemos salido a las calles con un llamamiento claro y distintivo, poner fin a una reforma tributaria que buscaba mantener las condiciones de violencia e inseguridad económica en la denominada clase media y la población empobrecida, afectando la capacidad de crear una paz significativa y sostenible, legitimando la distribución desigual de la riqueza y disfrazándolo a través de la narrativa de los pobres desatendidos y la promoción del desarrollo.
Sin embargo, los sentires que empezaron con el paro nacional de 2019 y que fueron opacados por la crudeza de la pandemia, han vuelto a surgir y esta vez con más fuerza. El dolor ante el desconocimiento del Estado del asesinato sistemático de líderes y lideresas sociales, indígenas y campesinos; los falsos positivos; las aspersiones con glifosato; las trabas al proceso de paz; una educación excluyente; un expresidente que parece intocable; la reforma a la salud y como si todo esto fuera poco, la ahora normalizada violencia policial, han hecho que todo un país se desbordara en emociones.
Toda la noche estuve con celular en mano revisando Twitter, siendo testigo de cómo el #SOSColombia se convertía en tendencia mundial, pero a la vez, llenándome de sentimientos difíciles de describir ante el asesinato de decenas de marchantes por parte de la policía. Indiscutiblemente el gobierno Duque y una vez más el presidente eterno, el señor Uribe, están propiciando una nueva ola de masacres ¿cuántos más deben morir para que un país despierte y vote a conciencia?
En un territorio en el que estamos acostumbrados a hablar de víctimas, guerra y violencia, a nuevos cuerpos se les ha instaurado silenciamientos disciplinarios (algunos eternos y cuyas madres lloran) a través de la imposición coercitiva del poder por parte del Estado, no solo las calles están manchadas con sangre, nuestros rostros también e intentan cegarnos con esto. Lo que buscan no es otra cosa que el acallamiento, una orden que se inserte en las entrañas del cuerpo y que meticulosamente se prolonga en silencio a lo largo y ancho de la corporalidad individual y colectiva, nos quieren obedientes o de lo contrario muertos.
¿Qué sigue ante esto?
¡Resistir! Queremos un cambio urgente, pero debemos ser responsables física y afectivamente, no podemos permitir que la rabia y la ira nublen la empatía, la solución no está en matarnos entre todos.
No nos dejaremos silenciar ni acallar, no seremos obedientes, pero tampoco nos convertiremos en carne de cañón. Si no nos quieren escuchar, ¡gritaremos con más fuerza hasta que el planeta entero nos escuche! Que ese sentimiento que nos mantuvo despierto hasta altas horas de la noche no se agote en los sueños, sumémonos desde la reflexión individual, desde las calles, desde las redes o desde otros escenarios, con un modo de proceder cuidadoso con el otro.
Somos más, muchos más, somos 50 millones contra unos pocos. Pensemos, digamos y actuemos, para que en próximas noches no tengamos que irnos a dormir repitiendo con desesperanza la famosa frase del periodista César Augusto Londoño.