A la memoria de William Agudelo,
quien entendió que más triste que ser crucificado por la pobreza
es pasar por la vida sin ser revolucionario
Las pandemias y epidemias que han amenazado la vida de los hombres y han evolucionado de una manera lenta en un largo periodo de tiempo. Nos cuenta el historiador Fernando Braudel que en 1525 la peste negra arrasó con las 9/10 partes de la población de Milán o que, a causa de lo mismo, de 1575 a 1577 en Venecia murieron 50 mil personas, equivalentes a la cuarta parte sus habitantes: “los muertos se hacinaban en las calles, por las que circulaba sin cesar el carretón de la muerte con su cargamento de cadáveres, tan numerosos que ya no se les podía dar sepultura”.
Algo similar vimos en 2020 y lo que va corrido de 2021. La muerte anda suelta y las víctimas se apiñan en las calles de ciudades latinoamericanas llenando de incertidumbre y desesperanza nuestra vida. Muchos de los nuestros nos abandonaron para siempre dejando secuelas de dolor.
El año pasado vivimos escenas difíciles de olvidar. “Los hornos crematorios de tres cementerios distritales de Bogotá ya no están dando abasto para atender a todos los fallecidos, un hecho que preocupa a la ciudadanía pues temen llegar a vivir panoramas similares a los de la India, donde han tenido que cremar a sus familiares en las calles”, era lo que informaba un periódico capitalino en julio del presente año, en el que también se decía que diariamente se estaban cremando cerca de 200 cadáveres.
“Estas pestes han coincidido con la acumulación de dificultades materiales y falta de alimentos. Hambres y epidemias han ido siempre de la mano” nos dice al mismo Braudel. Contexto que obligó a las autoridades de la Europa del siglo XVI a exigir certificados sanitarios; hacer cuarentenas prolongadas; a los ricos a buscar refugio en el campo al que huían precipitadamente; a los pobres a quedarse en ciudades sitiadas por la peste y el hambre, o dedicarse al saqueo de residencias abandonadas. Escenario que configuraba miradas de desconfianza de habitantes de otras comarcas.
Algo similar ocurre hoy con ciudadanos colombianos a los que se les impide el ingreso a países como Alemania o España, por proceder de uno de los países con más contagios por coronavirus.
Según el Departamento. Administrativo Nacional de Estadística (DANE), la pandemia ha traído para Colombia a mayo de 202 una pobreza moderada o extrema del 42 %, y vulnerable del 30,5 %, para un total del 72,5 %, equivalente a 35 millones de personas. Solo el 64 % tiene acceso al agua; un 41 % tiene vivienda; 35,7 % vive en arriendo y un 14 % vive sin pagar; el acceso a internet era en 2018 de un 53 %, en 2019 de un 51 % y hoy del 68 % de la población total. El desempleo subió de 15,9 % en 2019 a un 21 % en 2020.
A ello se le agrega lo siguiente: según el periódico Portafolio de marzo del 2021 “2,4 millones de los hogares ingieren menos de tres porciones diarias de alimento, 2,2 millones de familias en el país comen dos veces al día, 179 174 hogares se alimentan solo una vez y 23 701 hogares a veces no tienen un plato diario”.
Estos factores de desigualdad han afectado al sistema educativo de la siguiente forma: según datos del Banco Mundial reproducidos por la revista CEPA, antes de la pandemia, el 62 % de los jóvenes que habitan las regiones más apartadas no accedían a la educación media; de 100 estudiantes que empezaban el grado sexto, solo se graduaban 67 mujeres y 60 varones. De 690 000 estudiantes de grado once que terminaron en el año 2017, 400 000 de ellos no tuvieron oportunidad alguna de continuar estudios en el año 2018, ingresando a integrar el mercado de desempleados. El problema de la deserción escolar hoy es mucho mayor.
Estos datos deprimentes, y la pandemia del coronavirus nos muestra que no somos tan dueños del mundo como parece. Somos parte de la naturaleza que destruimos, tal como argumentaba Pepe Mojica.
Para corregir esas falencias que nos aproximan al abismo, los maestros nos hemos puesto a discutir la validez del formato educativo que hemos venido implementado. Como dijera el sociólogo español Manuel Castells, "nos hemos dado cuenta que la enseñanza presencial nunca desaparecerá porque su ancho de banda es mucho mayor que el de la mejor red de fibra óptica", y que no debemos confundir diciendo a los estudiantes que lo digital y virtual reemplazará lo presencial.
A propósito de esto recuerdo que un artículo reciente del periódico estadounidense New Times titulado La educación digital es para los pobres y los estúpidos y explicaba algunos aspectos relacionados con la educación virtual y presencial como los siguientes: cuantos más monitores aparecen en la vida de los pobres, estos desaparecen en la vida de los más privilegiados; mientras los niños ricos crecen con menos tiempo con los aparatos y relaciones interpersonales reales, los niños pobres se vuelven cada vez más adictos a la tecnología; y que ante la necesidad de formar herederos verdaderamente inteligentes los ricos habían optado por enviar a sus hijos a las escuelas a que interactuaran con otros niños sin la mediación de ningún tipo de tecnologías.
Esto bajo la premisa que las personas verdaderamente importantes no tenían la necesidad de estar conectados a un aparato electrónico todo el tiempo. Según explicaba el mismo periódico, estudios sobres desarrollo cerebral realizados por varios institutos federales de salud de ese país, sobre 11 000 niños mostró que aquellos que pasan más de 2 horas al día frente a una pantalla de algún dispositivo obtuvieron calificaciones más bajas en el colegio de otros que habían leído al menos un libro. Esto debido a que el cerebro de los primeros era diferente al de los segundos; la exposición regular a las pantallas de los más pobres había adelgazado la corteza cerebral, y eran continuamente afectados por la depresión, aspectos que eran a su vez proyectados a la vida adulta.
Como lo deben estar pensado muchos, estos aspectos deben ser tomados con efectos de inventario. En el contexto de la pandemia, la virtualidad nos sirvió a nosotros los docentes para entender que la función social de la educación debe estar dirigida a comprender e imaginar soluciones a los problemas que afectan el mundo de hoy; leer y pensar críticamente, y situarse en el lugar del otro.
Personalmente la pandemia me sirvió para entender y hacerle entender a mis estudiantes que no se debe estudiar por una nota; que las personas abiertas a la educación pueden cosechar de los libros campos fértiles y ricos en aprendizaje, que el aprendizaje de ciencias como la historia “alargan la vida de la memoria e impiden que el pasado se disuelva para siempre”, tal como dice Irene Vallejo, autora de ese hermoso libro El infinito en un Junco.
Este ámbito de incertidumbre que ha puesto de manifiesto la fragilidad de la vida también ha servido para reconocer el trabajo que hacen muchos docentes y que han diseñado laboratorios virtuales para trabajar la física desde la casa en forma virtual, presentar novedades bibliográficas, o discutir entre docentes, maestros y comunidades barriales temas literarios, históricos, sociológicos o económicos que afecta a las comunidades.
La pandemia también sirvió para activar el trabajo autogestionado. Aprendizaje en el que el estudiante debe entender que nadie más que él es responsable de su proceso formativo. Lo cual solo se logra con autonomía y disciplina. El rol del docente en este caso debe estar orientado a promover en los jóvenes la búsqueda en Google o YouTube, diseñar material didáctico que facilite y complemente los temas de los sílabos. Son los mismos docentes con su trabajo colaborativo los que hacen más fácil este proceso
El coronavirus también cambió la perspectiva de los maestros y los padres de familia respecto a la necesidad de políticas que conecten igualdad y conectividad. Sin conexión a internet no podremos romper con los factores de desigualdad que atraviesan la educación, explicados más arriba, así como pensar en una educación para el futuro.
Sin la pandemia los padres de familia tampoco hubieran empezado a entender lo difícil que es ser maestro. Todos estamos al corriente que nuestra labor docente tiene en contra al gobierno, los que dirigen la educación, los cuerpos de seguridad del Estado, los medios de comunicación, a muchos padres de familia, a los mismos estudiantes, y a muchos de nuestros compañeros.
Así lo señalaba un obscuro personaje de la política colombiana: “los maestros de las áreas sociales afiliados a Fecode llevan décadas adoctrinando a los niños en contra de todos los políticos, de todos los empresarios, de la empresa privada, de nuestro sistema político, de nuestra democracia”.
Esta calamidad pandémica también les sirvió a padres, maestros y estudiantes para entender las diferencias de estudiar en casa y el colegio. Que los límites y los tiempos que dedicamos al aprendizaje en el aula y la escuela son complementarios. Si se deja solo a las familias encargadas de la educación, los factores de desigualdad aumentan. Y si dejamos solo a los docentes encargado de lo mismo sucederá lo mismo.
Como explicaba el maestro argentino Nicolás Welschinger en un programa de radio: “hay que revalorizar lo que es la escuela como espacio educativo. No podemos seguir pensando la escuela sin medios para responder los retos que genera el aprendizaje de los chicos. Hay que deshabilitar consensos que sobredimensionan mucho de la escuela, pero es a su vez a la que menos recursos se le da”.
O si se les da se lo roban los políticos, tal como sucede con los dineros del Plan de Alimentación Escolar (PAE). Respecto a esto la Contraloría General de la República explicaba que hasta el año 2018 el clientelismo se había apropiado “de buena parte de las necesidades de los cerca de ocho millones de pequeños que asisten a 13 000 colegios y escuelas de 1103 municipios del país. Por cuenta de estas investigaciones, la Contraloría abrió 154 procesos de responsabilidad fiscal por cerca de $84 000 millones” a presuntos responsables.
Algo similar ha ocurrido con los 70 mil millones de pesos para la conectividad a internet de zonas apartadas del país y por lo que tuvo que renunciar la ministra de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, Karen Abudinen Abuchaibe. Sucesos de presuntos delitos que podríamos evitar si empoderamos crítica y políticamente a nuestros estudiantes: haciendo de nuestras clases espacios de reflexión relacionados con los problemas coyunturales y estructurales que configuran problemas del presente como la corrupción, la violación a los derechos humanos, las guerras, las mismas epidemias y pandemias, el mortal calentamiento global, los conflictos ambientales y demográficos, etc.
Solo así podremos apuntar al ejercicio activo de las libertades y formarnos y formarlos como sujetos políticos. Condición necesaria y nunca suficiente para una buena educación.