La presentación y retirada por el gobierno de Duque de un proyecto de reforma tributaria ha colocado al país en una encrucijada, empujada además por la pandemia del COVID-19. Todos a una han fijado posiciones, con la diferencia que ahora no solo los ilustrados y la élite lo hace, sino que lo han hecho sobre todo comunidades enfurecidas, más allá de las lamentables atrocidades que han focalizado los medios, como si la protesta social fuera una obra de teatro en la que cada acto y escena dramatiza el pillaje, el saqueo y la agresión aleve contra el Esmad, la policía y los agentes secretos del Estado.
La reforma tributaria ha caído, no así las fuerzas ciegas del odio y la sed de venganza tan trágicamente vistas en las calles del país en las últimas revueltas de la juventud y buena parte de la sociedad (2011, 2019). La agenda de muerte, hambre y desesperanza que ha querido imponerle la élite económica y política que hoy malgobierna a Colombia, nos ha llevado a un punto inaguantable para la mayoría de la sociedad.
Es cierto que al gobierno actual no se le puede responsabilizar por la irrupción de un virus que ha traído más dolor y desalación a nuestra sociedad. Pero también lo es que se esperaba un manejo de la pandemia que no profundizara más las brechas de desigualdad y dolor que en Colombia se conocían de tiempo atrás.
La clase dirigente estaba advertida desde las elecciones presidenciales de 2018 que se estaba gestando una inconformidad social de profundas repercusiones y solo atinó a enroscarse más desde la propia composición del gobierno actual, cuando el país supo que el presidente Duque había optado por construir un muro de contención social acudiendo al expediente fácil de llenar su gabinete de ministros de no pocos representantes del sector más poderoso del empresariado, de su círculo próximo de amigos y familiares de políticos cercanos y luego de las figuras públicas más abyectas a su miope ideario de acaparar los órganos de control para asegurarse cero investigaciones a su gobierno y, de paso, tender una red de atrapamiento para chantajear a un probable presidente de izquierda, si eso sucediera en 2022.
Pero las grietas o troneras del establecimiento eran más grandes de lo que este suponía, hecho que ha puesto al desnudo la pandemia del COVID-19. La tragedia de la élite dirigente es no haber podido pactar un esquema de gobierno que fuera más allá del usual expediente de agigantar el sempiterno enemigo de las guerrillas internas, o de asociar a los líderes anti establecimiento de castrochavismo. Los ideólogos de esa clase dirigente se han visto sobrepasados por sus usuales explicaciones: la élite de economistas y tecnócratas autosuficientes y narcisos han supuesto que Banrepública, el DNP, Fedesarrollo, y los think tank de las universidades privadas de élite, son los únicos que están llamados a definir las políticas económicas y el diseño institucional del país.
En el caso de los medios clásicos, también sucede algo similar: los invitados de tertulias y sus analistas, son por regular los invitados de siempre, la mayoría nacidos o residentes en Bogotá, a los que suponen que son los únicos que pueden ofrecer explicaciones rigurosas sobre hechos o episodios que se derivan de la economía y la política del país. Allí rara vez se ve un analista o una figura de las regiones, porque estas parece que solo existen para ignorarles y explotarles las riquezas naturales que se encuentran en ellas.
La coda de este cuadro de injusticias la constituyen las violencias que padecen las comunidades en los territorios de tiempo atrás, hace décadas, pero que hoy se han normalizado como parte natural del paisaje de la costa pacífica; de las fronteras que delimita el Catatumbo, de las llanuras de la Amazonía y la Orinoquía, así como de las montañas del bajo Cauca antioqueño y de las serranías que avistan las fronteras de la costa Caribe. Para estos territorios no hay plan posible de desarrollo, más allá de concebirlas como teatro de guerra y de orden público, sin que la Fuerza Pública nunca haya sido capaz de imponer orden y seguridad en dichos territorios: en verdad una tragedia y una vergüenza que, sin embargo, la clase dirigente del centro del país solo atiende cuando del exterior se le conmina a tomar acciones ante la violación frecuente de los derechos humanos.
Las consecuencias de dolor y orfandad por largo tiempo en estos territorios son impagables. De hecho, sus comunidades ya lo han percibido y por eso ahora solo reclaman lo posible, pese a que las élites locales se lo regateen, mostrando sus exigencias como imposibles. El panorama es, desde luego, más complejo: hoy también reclaman las mujeres, con todo derecho, un lugar de respeto y valor en la sociedad; los jóvenes, ni se diga, que ya han puesto una cuota de sacrificios, de ojos cegados y de vidas irrecuperables; igual sucede con las minorías afrodescendientes e indígenas que no cejan en su empeño de que el país les pague una deuda histórica aún pendiente.
En fin, una sociedad se ha transformado a los ojos de una clase dirigente que solo la ha visto en las cifras y estadísticas muertas que publicitan cada tanto, para seguir con su vieja política y el viejo relato del clasismo, el racismo, el machismo y, hoy, del aporofobismo.
Convengamos que no es fácil la comprensión de la sociedad colombiana de hoy. Convengamos también que no podemos pagar las deudas de décadas que el país ha tenido con buena parte de su sociedad. Lo que es inaceptable e indefendible es pretender que al país se le puede seguir gobernando como si fuera una familia de unos pocos. Que todo conflicto social es menester eliminarlo con soluciones militares o medidas de policía que ahogan el ejercicio de la ciudadanía.
Hace décadas, Hannah Arendt, ante la expansión del antisemitismo en Europa y el martirologio a que fueron sometidos los judíos, se preguntaba cómo fue posible aquello. Pero la condición que se impuso fue que primero quería comprender. Hoy también, guardando las proporciones, ante tanta injusticia y tanto dolor en Colombia, lo que se impone honestamente es comprender cómo hemos llegado a este punto. Seguramente, en poco tiempo, como ya lo anunció la Comisión de la Verdad, el país sabrá cómo fue posible llegar a esta Colombia indolente, cegada de venganza y preñada de injusticias a la que estamos. De momento, toda la sociedad debería comenzar a comprender qué ha desatado la furia de buena parte de nuestra sociedad. Y comprender que las opciones que vengan para el país no deberían llenarnos de pánico, sino de esperanza. Nuestra sociedad necesita ilusionarse de una vez por todas. Es un imperativo ético para construir una nación renovada que restañe sus heridas.