Es la ciudadanía, organizada y consciente, la que debe educar al Estado decadente

Es la ciudadanía, organizada y consciente, la que debe educar al Estado decadente

El pueblo debe conocer sus derechos, saber cómo reclamarlos y hacer contrapeso a las arbitrariedades y los abusos del poder

Por: Nicolás Roa Vargas
abril 24, 2019
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Es la ciudadanía, organizada y consciente, la que debe educar al Estado decadente
Foto: Pixabay

La cultura ciudadana se ha vuelto un tema común de discusión en la esfera pública. Particularmente en Bogotá, ciudad en la que distintas administraciones han realizado programas con el fin de promover este asunto, este concepto ha logrado calar en la mente de la población. Por tanto, en el debate electoral que se avecina sobre el futuro de la capital, este jugará un papel crucial. Esta situación representa una oportunidad para problematizar lo que hemos entendido por esta, buscando enriquecer y ampliar su contenido en orden de buscar la forma en la que se pueda realizar un auténtico concepto de ciudadanía.

La cultura ciudadana ha sido entendida como un conjunto de programas conducentes al cambio de la conducta de las personas respecto a sus semejantes, a través de la armonización entre la ley, la moral y la cultura. De esta manera, se busca que la ciudadanía respete y comparta una serie de normas referentes a la convivencia en la sociedad. A través de acciones pedagógicas se busca que se mejore la capacidad de autorregulación de los seres humanos, así como la regulación a través de la sanción social. Hasta cierto punto, imágenes caricaturescas de conos bailando o de mimos buscaron volverse una forma de educación sobre el respeto a normas de tránsito, de la “cultura de TransMilenio”, entre otros.

Sin embargo, el concepto de ciudadanía va más allá de los deberes de respetar las normas, pues debe tender a buscar que se ejerzan ciertos derechos, que hoy son negados en Bogotá. En medio de la intensificación de la antidemocracia en Bogotá en el periodo en el que Peñalosa ha ejercido como alcalde, la labor de promover la cultura ciudadana debería dirigirse a formar ciudadanos conscientes tanto de sus deberes como de sus derechos, en tanto el concepto de ciudadanía está fuertemente vinculado a la construcción de democracia.

En la historia, la ciudadanía se ha entendido como un contrapeso a la tiranía. Partiendo de que el ser humano es un ser social (zoon politikon, según la definición de Aristóteles), este solo puede realizarse plenamente en su relación con otros. Esta realización se presenta en la conjugación entre ética y política, en la que se buscó la virtud a través del ejercicio del debate público. No obstante, esta concepción, en medio de las relaciones esclavistas y feudales de producción, se limitó a las clases sociales poseedoras. Solo cuando emergió el capitalismo, junto con la idea de democracia promovida por la burguesía en contra de la nobleza y la aristocracia, se retomó y desarrolló un concepto moderno de ciudadanía que se ha desarrollado hasta llegar a la manera en la que hoy la entiende el Estado social de derecho. Sin embargo, el concepto de ciudadanía mantiene, en el fondo, su ideario original: es un contrapeso a las arbitrariedades y los abusos del poder.

No obstante, la particularidad de la idea moderna de ciudadanía está en la capacidad que deben tener los seres humanos —nacidos libres e iguales, según la máxima clásica de la Revolución francesa—para tomar decisiones. No solamente se trata de tomar decisiones en el marco del mercado, de que puedo comprar o consumir, sino que abre la posibilidad de que las personas puedan definir el destino de sus estados nacionales. Sin embargo, este proyecto de democracia se ha quedado corto por el grave peso de relaciones de producción basadas en la explotación y la marginación de las grandes mayorías de la capacidad de poder ejercer el poder. Así, junto con el proyecto de ciudadanía basado en la capacidad de los seres humanos de tomar decisiones haciendo uso público de la razón, también surgió su negación: la explotación del trabajo asalariado y un orden desigual mundial, basado en el colonialismo y, en nuestros días, el neocolonialismo.

En el mundo contemporáneo, el principal obstáculo para el pleno ejercicio de la ciudadanía es la tiranía del mercado, expresado en el poder casi omnipresente del capital monopólico norteamericano y el aparato estatal que acompaña sus pillajes. La capacidad de tomar decisiones de la ciudadanía se ve restringida por instituciones que condicionan y definen cuales deben ser las políticas de cada uno de los estados, como sucede con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Países como Colombia, cuyas élites han amarrado su proyecto al endeudamiento y la inversión extranjera, se encuentran fuertemente vinculados a este círculo vicioso. Esto limita gravemente la capacidad de ejercer la ciudadanía, no solamente en la capacidad de tomar decisiones, sino en la carencia de derechos. Es sobre esta base que se amarra la ciudadanía con la práctica de una auténtica soberanía nacional.

Regresando sobre Bogotá, cabe señalar varias preguntas: ¿Son ciudadanos los habitantes de Tocaimita, barrio marginado en Usme en el que sus habitantes desplazados por la violencia y la miseria en el mundo rural colombiano no tienen acceso a los servicios más básicos ni a viviendas dignas? ¿Quiénes han defendido los árboles en los espacios públicos y han sido brutalmente reprimidos por el Esmad? ¿Los cientos de miles de personas que tienen que respirar el aire viciado de TransMilenio? ¿Las familias que han sido afectadas por el cierre de servicios de salud en barrios como El Carmen, en la localidad de Tunjuelito? Inclusive, al nivel de la toma individual de decisiones, la posibilidad abierta en el Plan Nacional de Desarrollo de que los afiliados a fondos privados de pensiones puedan trasladarse al sistema público y los obstáculos puestos a esta iniciativa es un caso ilustrativo de negación del ejercicio de la ciudadanía.

Una auténtica cultura ciudadana debería ir más allá de los mimos y los conos bailadores. Se trata de que la gente entienda que tiene derechos y que su ejercicio es la garantía de una vida digna. No obstante, estos atraviesan el logro de una auténtica soberanía nacional, en la que prevalezca el auténtico interés general sobre los negocios de quienes intermedian y se enriquecen a través de los negociados de los grandes monopolios. Un pueblo que conoce sus derechos y sabe cómo reclamarlos es el miedo más grande de los santos, los uribes, los peñalosas y los duques. Es la ciudadanía, organizada y consciente, la que debe educar a un Estado cada vez más decadente, que se burla de sus propias normas y saquea sus recursos sagrados, y no al revés.

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