Esta pandemia también nos ha hecho recordar que es en los momentos más difíciles cuando el ser humano tiende más a desnudar su alma.
Es por eso que también hemos estado particularmente atentos al talante con que personas que conocemos han venido encarando las situaciones de todo tipo que hemos tenido que enfrentar en estos meses de cuarentena.
A veces, los gritos y los llantos que nos llegan desde algún apartamento vecino nos han sorprendido con que ese señor que parecía tan cordial en el ascensor, ha resultado ser un hombre dolorosamente violento con su familia. A veces, la imagen repetitiva de un amigo en pijama, sin bañarse y sin peinarse en los zooms, nos ha revelado que tenía una tendencia a la depresión que no le conocíamos.
Así mismo, nos hemos llevado gratas sorpresas. Nos hemos topado con que personas a quienes veíamos un tanto apocadas, inclinadas, por lo general, a huirle a cualquier desafío, han resultado dar muestras de una valentía y un entusiasmo extraordinarios.
En fin, es muy posible que, mientras dure la pandemia, sigamos intentando el ejercicio de descifrar lo que esté ocurriendo en el alma de quienes nos rodean, más allá del comentario que nos hagan o de la idea que teníamos de ellos.
Cuando converso con amigos y veo que este ejercicio estamos haciéndolo casi todos, como si respondiera a un instinto, se me ocurre que, como sociedad, también debiéramos hacerlo con los líderes políticos.
Cuando paso revista por los lados del liderazgo político me indigna ver cómo abundan los líderes francamente tóxicos, y al margen de la diversidad de los lenguajes y los temas que escogen para intoxicar, me atrevo a identificar dos perfiles básicos en el ensañamiento.
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Están los que, en la súbita desnudez de sus almas, exponen la indolencia social más pavorosa
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Por un lado están los que, en la súbita desnudez de sus almas, exponen la indolencia social más pavorosa. Son los incapaces de sentir el dolor humano que van dejando la enfermedad y la muerte, refractarios a la angustia de las millones de personas que están padeciendo las necesidades más sentidas como resultado de la injusticia social por tantos años advertida. Son los que desprecian, porque sí y porque les da la gana, la letalidad de la pandemia como recurso para despreciar, también, los esfuerzos y las medidas que han venido tomándose para proteger la vida de la gente.
Y por el otro lado están esos que quieren presentarse como la antípoda de los anteriores, como los adalides justicieros, pero cuyos sentimientos al desnudo no han hecho más que exponer otra indolencia humana, igual de pavorosa. Esta vez se trata de los líderes políticos que encuentran en la pandemia la gran oportunidad para descalabrar a sus contendores a punta de echarles sal y vinagre a las heridas de la gente, exacerbadas por la crisis. Son los que no reconocen los esfuerzos de nadie, los que siempre tienen que inocular el gen de la sospecha en todo cuanto digan o hagan los que no forman parte de su “destino”. Los que identifican el resentimiento como el caldo de cultivo de sus ambiciones.
No nos engañemos. Ambos son un desastre.
