Durante estos primeros doce días de cuarentena a causa del coronavirus he venido pensado en todo lo que este ha traído consigo. Me refiero a situaciones positivas en medio del caos circulante. Esta mañana, por ejemplo, cuando salí al balcón del apartamento a hacer ejercicio, una señora me habló por detrás de un muro sobrepuesto, que impide la vista completa del balcón del apartamento contiguo. Me saludó e intentó observarme por un pequeño espacio que había entre las tablas y la pared de ladrillo. Era la primera vez que la veía. Llevo tres meses en este apartamento y no conocía a mi vecina, una señora de unos sesenta años muy amable.
Bajé el volumen a la música y le pregunté que con quién más estaba en estos días. Me dijo que está junto con su esposo, que se encontraban bien y que siempre salía en la mañana al balcón a lanzar varios panes, en trocitos pequeños, para alimentar a los pájaros que rondan por los árboles que tenemos cerca. A ella le da angustia que las aves se queden sin que comer porque no estamos en las calles.
—Este silencio es hermoso. He podido escuchar el sonido de distintas aves, que hacía mucho tiempo no escuchaba—, me dijo mientras miraba hacia los árboles.
Eso que mi vecina mencionaba es una de las cosas que rescato de este momento. A partir de la situación que se está presentando en el mundo, el confinamiento de los seres humanos en sus casas, se han originado situaciones anómalas los lugares que vivimos. La cantidad de vehículos y personas que circulan por las calles es tan reducida que he podido escuchar el viento durante toda la mañana, las ráfagas golpean los árboles y atraviesan pequeños lugares generando diferentes sonidos. Estos siempre han estado, pero han sido callados por el rugir de los motores, los claxon de los vehículos, el tic tac de las personas al caminar, entre muchos otros ruidos.
En partes del mundo han salido distintos animales a las ciudades, algunos en manadas y otros solitarios. Están recuperando sus espacios, los espacios que el hombre de manera autoritaria ha tomado como propios. Por ejemplo; los delfines en la bahía de Cartagena, el zorro cangrejero por las calles de Bogotá, jabalís bajando de la montaña hasta llegar a la avenida Diagonal en Barcelona, cisnes por los canales de Venecia y otros múltiples sucesos similares en todo el mundo.
También pensaba en lo paradójico de este momento, pues el arrinconamiento del ser humano ha ocasionado un descanso al planeta. Las emisiones de dióxido de carbono han disminuido a lo largo de estas semanas y es muy probable que también la cantidad de explotación de recursos fósiles o subterráneos. Solamente en Barcelona, un estudio realizado por la Universidad Politécnica de Valencia reveló que los niveles de concentración de dióxido de nitrógeno se redujeron en un 83% en tan solo una semana de confinamiento total. En Venecia, por ejemplo, las aguas de los canales han pasado de ser oscuras y densas a aguas cristalinas.
Por otro lado, el estar en casa y disponer de tiempo, que en otros momentos no habíamos tenido (o querido tener), ha producido un torrente de interacciones entre amigos y familiares, que por largos periodos de tiempo habíamos olvidado. Por estos días descubrimos que solo bastaba una llamada para volver a cruzar palabras. En estos doce días que llevo en cuarentena he tenido la posibilidad de hablar con varios tíos, primos y amigos de diferentes lugares, valoro mucho que gracias al COVID-19 he vuelto a compartir a través de una pantalla algunos minutos de risas y adelantadas de cuaderno con muchas personas, algunas que incluso no imaginaba que me llamarían.
A través de las redes sociales he visto que volvieron las cenas con toda la familia reunida, por fin todos los del hogar están disponibles a la misma hora, han podido comer con calma, los grupos de las familias se han vuelto a activar; e incluso, me atrevería a pensar que, pese al ajuste de los presupuestos para garantizar que el dinero perdure en el confinamiento, estar en casa permite que la alimentación llegue a ser más balanceada y nutritiva.
Me he preguntado si el coronavirus llegó para ser ese elemento que origine un cambio disruptivo en la historia del hombre moderno y la forma en que las sociedades conciben la vida. Gracias al coronavirus estamos empezando a entender la importancia de contar con un sistema de salud sólido, con profesionales cualificados y con las herramientas y equipos necesarios para su labor: salvar vidas.
El coronavirus ha hecho que tengamos presentes al señor repartidor de alimentos, a la señora de la caja de supermercados, a quienes recogen las basuras, al campesino que provee los alimentos, a la señora del aseo en el conjunto residencial, al conductor del transporte público. Sí, yo sé que muchos son conscientes que esas personas y sus labores existen, pero estos días ellos han sido los aliados más importantes para garantizar que todos los demás podamos estar tranquilos y confinados en casa. Son ellos los que en estos momentos, junto con los salvadores de vidas (médicos y sector salud) nos dan esperanza en estos instantes de angustia, incertidumbre e impotencia.
Yo, que soy un soñador, estoy convencido que la humanidad saldrá de este momento y esperaría que comenzáramos a reconocer en el día a día a estas personas mediante un gesto amable, una sonrisa, un gracias, un muy buenos días, un ¿se encuentra bien?. Eso, en principio, es lo mínimo que merecen nuestros “nuevos soldados de guerra”. Ahora bien, de eso ni de aplausos vive el hombre, creo que será el momento de exigir como sociedad el reconocimiento y las garantías laborales y sociales a estas personas. Quiero que se entienda que no busco untar de política este escrito, por el contrario, pretendo que nos liberemos de las condiciones actuales para que, en una mañana cercana, los ahora bien reconocidos “nuevos soldados de guerra” reciban remuneración justa.
Por último, el coronavirus nos está enseñando a diferenciar entre un problema simple y uno verdadero. A lo largo de nuestras vidas nos vamos quejando, agobiando y envejeciendo por nuestros problemas. Hoy, estamos descubriendo lo que realmente es un problema y cuando su solución no tiene margen de error. El coronavirus trae el mensaje de que como especie somos frágiles y que no tenemos el tiempo asegurado. El coronavirus nos está invitando a que, cuando él se vaya, cuando logremos salir de nuestras casas, demos un giro a nuestras vidas, a no esperar asegurar algo antes de ir por nuestros sueños, a vivir ligero de materialidades y repleto de salud y vitalidad, a caminar por la vida disfrutando de cada mañana y los trayectos hacia el trabajo, a darle un beso a nuestros hijos antes de que se vayan, a agradecer a nuestros padres por sus esfuerzos.
El coronavirus nos invita a dejar de ser robots, a dejar de buscar un éxito inalcanzable y a entender que es mejor poder despertar e ir a un parque con la tranquilidad de que estamos bien.
Por eso, queridos amigos, amen, sientan y disfruten a sus familias en estos momentos de unión y reflexión.