Foto: Claudia Rubio / EL TIEMPO
Suena un timbre y Rafael Santos se detiene. En seco. Las personas que van detrás de él se atropellan con su espalda.
–Ese sonido. Ya va a empezar la impresión –dice, y vuelve su mirada hacia las máquinas.
Varios segundos.
Sus ojos fijos en ellas.
Son las dos de la tarde y los encargados de las rotativas de EL TIEMPO han puesto a imprimir el diario de mañana. Rafael Santos se despide de cada uno de ellos. Les da la mano. Al día siguiente, temprano como siempre, él leerá el periódico. Y será la primera vez que lo haga sin que su nombre forme parte de esta empresa que fundó su familia hace más de un siglo y en la que él trabajó desde los 22 años.
–Hay que doblar la página.
Esto dice Rafael Santos cuando explica su decisión de dejar la casa editorial donde, después de ocupar todos los cargos posibles en la Redacción, se desempeñaba desde el 2009 como Director de Publicaciones. Hoy en las paredes de su oficina solo se ven puntillas. Las fotos que tenía colgadas (en las que aparecía su papá, Hernando Santos Castillo, junto a Fidel Castro, su papá junto a Carlos Andrés Pérez, su papá junto a Alfonso López Trujillo, su papá junto a...) ya están guardadas en cajas.
“Es hora de doblar la página –repite–. Además, ya no me sentía en casa”. Su partida, sin embargo, no significa que vaya a dejar el periodismo; no él, que desde muy niño dio señales de que ese iba a ser su oficio. Rafael solía pasar sus fines de semana corriendo por las instalaciones del periódico, llevando una cuartilla de aquí para allá (según le encargara su padre) y untándose de la tinta en las rotativas. Por eso, tan pronto tuvo en sus manos su cartón de bachiller del San Carlos, viajó a la Escuela de Periodismo William Allen White, de la Universidad de Kansas, en Estados Unidos, donde su primo Luis Fernando le había recomendado estudiar.
Allá pasó casi cinco años y, aunque en lo académico no tenía ni un solo reparo, en lo emocional casi no lo tolera. “Soporté una soledad muy brava –dice–. Esa fue una época que no me gustaría tener que volver a vivir”. Sin las facilidades de comunicación que existen hoy, las conversaciones con su familia eran escasas. Y los ejemplares del periódico, que él esperaba como si fueran un tesoro, le llegaban con meses de retraso.
En 1976, graduado en Kansas, Rafael entró a formar parte de la redacción de EL TIEMPO. Pasó por la sección internacional, fue jefe de la redacción nocturna, lideró la creación de la sección de Bogotá, asumió la jefatura de redacción, ocupó la subdirección –compartida con su primo Enrique Santos Calderón– y de 1999 al 2009 fue su codirector.
En todos estos años, en la sala de redacción, Rafael tuvo lo que él define como una “doble personalidad”. Por un lado, era una persona combativa y sin límites como columnista. Por otro, un jefe sereno y ecuánime. La primera columna que tuvo –y que desde el inicio dio que hablar por su postura reaccionaria– la firmó con el seudónimo de Ayatollah. Desde esa tribuna, Rafael casó peleas prácticamente con toda la clase política, sobre todo con el entonces presidente, Belisario Betancur, de quien al final terminó siendo amigo.
“En esa columna era muy ácido. No ahorraba adjetivos ni posiciones radicales”, dice.
Poco a poco sus temas empezaron a centrarse en el que iba a ser uno de sus grandes intereses: Bogotá. Los asuntos urbanos y las noticias locales. De hecho, la única vez que la vida electoral le hizo fieros, y él decidió aceptarlos y participar, fue cuando hizo parte de una lista que aspiraba al Concejo de Bogotá (en la que participaba también su compañero de página editorial Roberto Posada, D’Artagnan). La verdad es que perdieron orgullosamente bien. “¡Nos dieron una muenda!”. Nunca más se postuló a un cargo público. “La política es contradictoria con el periodismo –dice–. Son como el agua y el aceite. Si algún periodista los mezcla, es porque hace mal su oficio”.
Después de unos años en varios cargos de la redacción, Rafael decidió tomarse un tiempo sabático en la Universidad de Stanford. Allá se encontraba cuando empezó el que él recuerda como el periodo más difícil de su vida: el secuestro de su hermano Francisco. Tan pronto conoció la noticia, regresó al periódico y empezó a vivir unos días que él describe como cárcel. “Tuve que empezar a usar escoltas y carro blindado, cosas que incluso hoy me molestan. En el carro, me sentía en una cárcel. En la redacción, igual”. Pero lo que más le dolía era ver a su padre perdido en la tristeza. “Muchas veces lo vi derrumbarse, aunque siempre mantuvo su firmeza”. En el entierro de don Hernando Santos, años después, en 1999, la familia pidió que la persona que dijera unas palabras fuera él: Rafael.
* * * *
Puede decirse que nada del periodismo le ha sido ajeno. Ni siquiera la reportería: estuvo como enviado especial en cubrimientos de vueltas a Colombia en bicicleta, por ejemplo, y en tragedias como la del Guavio o el terremoto de Popayán de 1983. En la sala de redacción, su estilo siempre marcó diferencia con el de sus hermanos y primos que también ocuparon cargos en el diario. “Tengo una manera radicalmente distinta de ser”, afirma Rafael, y su carácter tranquilo lo demuestra.
Su secretaria, Cristina Chaparro, lleva trabajando a su lado veinticinco años. Su chofer, Jorge Ariza, lo acompaña desde hace treinta. Y ambos dicen: “Nunca hemos visto a don Rafael de mal genio. Nunca nos ha subido la voz y siempre que nos pide algo lo hace con un ‘por favor’ ”.
Otras tantas personas también sabrían de él si su decisión no fuera mantener un bajo perfil. De esa forma, sin que se note, Rafael Santos colabora en fundaciones sociales –entre ellas, para enfermos de cáncer– y ayuda con becas de colegio y universidad a muchos niños.
Esa discreción ha ido de la mano con una personalidad serena que no toma decisiones en caliente, características que resultaron vitales, por ejemplo, durante el periodo de diez años en el que compartió la dirección del diario con Enrique Santos Calderón. “Claro que tuvimos diferencias. Era lógico –dice Rafael–. Pero siempre logramos llegar a acuerdos”.
Él dice que es como es porque “es más Calderón que Santos”, es decir: se parece más a su madre, Helena Calderón. “Era una mujer maravillosa. Desafortunadamente murió muy joven; me habría gustado compartir más con ella. A mi papá lo conocí más como periodista que como padre”. El tiempo que tenían para compartir no era mucho, si se entiende que, cuando Rafael era niño, los horarios de trabajo de su padre eran de 9 de la mañana a 3 de la mañana.
Esto no significaba, sin embargo, que en casa no hubiera disciplina fuerte. Rafael recuerda con mucha precisión los regaños “¡y las tundas!”. Una subida de tono en una respuesta a su mamá podía significar tener que salir corriendo para esquivar el zapato que ella se quitaba y que le mandaba con buenísima puntería. “Eso dolía... Si le daba a uno en la espalda, dolía”.
Las cosas cambian. Rafael tiene siete hijos. El menor, Pablo,de 6 años, comparte con su padre largas horas de lectura. No es extraño, además, que Rafael aplace una reunión o se excuse en la mitad y se ausente porque su hijo lo espera para ir a comprar cuentos en una librería.
Los libros.
La pintura.
El cine.
La música.
Sería difícil definir cuál de estas artes le interesa más a Rafael Santos. Tanto en su casa como en su oficina siempre hay cuadros originales en las paredes, equipos de sonido con música clásica puesta, películas y libros que llenan sus bibliotecas.
Ahora mismo tiene en camino la lectura de tres libros (el de Miguel Torres sobre Jorge Eliécer Gaitán, una biografía de María Antonieta y uno sobre la reina Victoria) y espera, por fin, tener tiempo para terminarlos. Es un lector madrugador. Lo primero que hace en las mañanas, después de unas seis horas de sueño, es levantarse a devorar los diarios desde la primera hasta la última página. Después viene una hora y media de ejercicio y luego el trabajo, que desde este momento estará centrado en su función como miembro del Consejo Superior de la Universidad Central y del comité editorial del sitio web las2orillas.co (del que es fundador).
“No me quiero esclavizar tanto como en estas cuatro décadas –dice Rafael, respecto a lo que viene en adelante–. Quiero tener tiempo para volver a escribir. Necesito calentar mis dedos y afinar las antenas periodísticas”. En efecto, uno de sus proyectos es comenzar a escribir en el nuevo sitio de Internet, aunque el momento para empezar a hacerlo dependerá de la decisión de Francisco Santos de lanzarse o no como candidato presidencial. “No quiero poner un Santos más en la escena. Ya hay muchos”, agrega.
Otro de sus proyectos –al que está dedicado con entusiasmo– es aprender a tocar piano. Aunque sume 59 años, no le parece tarde para hacerlo. Cuando era niño su mamá lo inscribió en clases de tiple, con unos instrumentos traídos de Guateque (Boyacá), pero su sonido le pareció muy soso. El piano, en cambio, siempre ha sido su preferido. Y su compositor: Chopin. Cada semana, Rafael recibe a un profesor y practica en el piano Yamaha que tiene en su casa. “Cuando pueda llegar a tocar una obra de Chopin, una de sus mazurcas, la obra que sea, ya me puedo morir tranquilo”.
De pocos amigos, ajeno a la vida social, jugador de golf con un handicap de 17, Rafael Santos seguirá caminando con su sangre de periodista. Va a tener más tiempo, eso sí, para asuntos igual de importantes, como armar junto con su hijo Pablo el tren marca Märklin que tiene encima del escritorio sin desempacar. Tiene de sobra la serenidad necesaria para hacerlo. La misma que siempre demostró en la sala de redacción.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Foto: Claudia Rubio
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