Las páginas de la novela “Cóndores no entierran todos los días”, escrita y publicada por Gustavo Álvarez Gardeazabal en 1971, recrea un largo período de violencia en Tuluá y sus alrededores, donde las masacres dejaron de ser un hecho inesperado para convertirse en el pan de cada día.
Invariablemente las víctimas aparecían con un tiro en la nuca y fueron apilándose en el anfiteatro municipal, para --horas después--, reposar bajo la interminable fila fosas comunes en los cementerios, identificadas con cruces que brotaran de la tierra para recordarles que ser liberal era un delito en tierra de los conservadores.
Relatos como ese toman fuerza en un momento aciago para Colombia en el que crecen nuevamente los homicidios grupales—el más reciente en el municipio vallecaucano de Toro-- y se suman a los crímenes imparables de líderes sociales.
Tras el asesinato de Gaitán, cuando se desató en el país una ola de muertes sin precedente histórico, al vendedor de quesos de la principal plaza de mercado de Tuluá, León María Lozano, se le atribuyó la orden de acabar con cientos de liberales.
Al menos, había un responsable, aunque él comulgaba diariamente en la misa de la iglesia de los salesianos y se reunía en las tardes con Celín y Atehortúa, dos matarifes malencarados que, además de ser sus guardaespaldas, instrumentalizaban las órdenes de matar a los contrarios políticos.
Hoy día el asunto es a otro precio. Los factores desencadenantes de violencia son múltiples. Desde narcotráfico, pasando por las disidencias de la insurgencia, hasta la bien aceitada maquinaria que no se detiene en su propósito de acabar con líderes sindicales, estudiantiles, indígenas, campesinos y de todas las expresiones organizativas.
En esa dirección, recibimos con expectativa y esperanza el anuncio del presidente Petro en Samaniego, Nariño, de que una nueva meta de su gobierno, es acabar con estos asesinatos indiscriminados. ¡Dios lo escuche y se acaban pronto los ríos de sangre!