El pasado 17 de diciembre de 2022 el periodista colombiano Roberto Pombo, en su programa mis preguntas se planteó una cuestión realmente importante ¿Es Colombia una potencia mundial gastronómica?
Esta sin duda es una pregunta muy interesante que abre la discusión si nuestros platos, recetas e ingredientes están a la altura de la alta cocina francesa o si nos acercamos a ser referentes gastronómicos latinoamericanos como Perú o México. Para responder esta pregunta, Pombo entrevistó a los chefs Harry Sasson, Carlos Pájaro, Juan Manuel Barrientos, Juan Camilo Quintero y Edwin Rodríguez, la chef Leonor Espinosa y a la cocinera Chori Agámez; asimismo a los periodistas gastronómicos Mauricio Silva y Pablo Tettay y por último a la presidenta de Procolombia, Carmen Caballero.
Este pódcast es muy interesante porque pone en evidencia logros de los chefs en cuanto a premios y reconocimientos, restaurantes que intentan reproducir e innovar desde la cocina colombiana y caminos que pueden ser seguidos para posicionar a Colombia como un destino gastronómico. Sin embargo, en las diferentes entrevistas no se pone en la discusión una cuestión fundamental que puede dar luces para resolver esta pregunta tan importante.
El papel de las cocinas intermedias y cotidianas en este proceso de reconocimiento de nuestras preparaciones, técnicas y productos ¿Qué quiere decir esto? Pues que en la historia culinaria de nuestro país, que a propósito está por complementarse y resignificarse, no aparecen las cocineras y cocineros como grandes protagonistas de la democratización culinaria y como los verdaderos difusores del gusto y el deleite de nuestros platos.
En los actuales libros recetarios que han ganado premios internacionales, apenas si se les menciona y lo que a mi juicio resulta más preocupante, es la práctica cada vez más aceptada de la cooptación de su saber para ser reproducido en innovaciones gastronómicas que tienen una base cultural e histórica importante. El plato se descontextualiza y en una suerte de apropiación cultural de lo culinario, se ponen a circular herencias y tradiciones como si fueran parte de los discursos estilizados de una alta gastronomía colombiana que puede degustarse en grandes restaurantes.
Las portadoras y portadores de tradición quedan en el olvido de este reconocimiento que están teniendo los chefs y los restaurantes de lujo. Si bien la cocina colombiana es una mezcla de tradiciones de las cocinas católicas y un seguimiento fiel a la cocina francesa, no se puede desconocer el papel de estas cocinas campesinas e indígenas, que en sus rituales culinarios como el piquete, o la adopción de tradiciones árabes, como la misma empanada, han puesto a circular verdaderas historias alrededor de un platillo popular y cotidiano.
Que no le pase a la cocina popular lo que le ocurrió a Stiven Claros, que por comer una empanada en la calle, la policía lo conminó a pagar una multa de $884.000. Este antojo (que resultó en la compra de la empanada más costosa del mundo) despertó la indignación de la mayoría de los bogotanos en lo que terminó con un fallo de la Corte Constitucional en el que no se le puede poner multas ni al que compra en la calle, ni al que vende, ya que el objetivo de la Policía es perseguir a los focos de la economía ilegal.
La comida callejera, la cocina cotidiana, los portadores de tradición y demás protagonistas de la verdadera cocina colombiana solo salen en los periódicos o en los grandes libros de recetas como actores secundarios o como en el caso del estudiante Johan Stiven Claros y la vendedora de empanadas, como promotores de prácticas ilegales.
