La muerte del joven Julián Andrés Orrego Álvarez cuando manipulaba papas bomba ha servido de excusa para los enemigos de la protesta social que completa trece días en Colombia.
Alrededor de los bloqueos que él y otros estudiantes protagonizaban en inmediaciones de la Universidad de Antioquia, el hecho que usaran capuchas y que tuvieran artefactos explosivos caseros, se han orquestado pronunciamientos que reviven nuevamente el tema del terrorismo y las infiltraciones.
¿Pero realmente quien murió era un terrorista? Respeto las voces de quienes se rasgan las vestiduras y pescan en río revuelto.
Desde mi perspectiva de parroquiano sin mayores pretensiones, quien murió no fue un terrorista sino un joven con sueños, alguien que aspiraba graduarse en la Licenciatura de Educación Física y servir a su país. Y precisamente por ese país en el que esperaba ser útil, murió luchando. Quizá escogió el camino equivocado, pero esas lamentables circunstancias no lo hacen un delincuente.
Estas movilizaciones dejan ya dos muertos, si se tiene en cuenta el deceso del joven Dilan Mauricio Cruz Medina.
El saldo de lesionados en la fuerza pública es de 370 uniformados —cifra que han salido a ponderar los medios que manipulan la opinión pública nacional—, pero del lado de los civiles, de aquellos que protestan con pancartas, pendones, hojas volantes y consignas, han sido heridas más de quinientas personas, algunas de ellas graves. Son víctimas de un conflicto que no tienen los vehículos mediáticos para visibilizar su situación.
La diferencia estriba en que el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) tenía a disposición escudos, cascos y uniformes mientras que, de parte de los manifestantes, generalmente se cuenta únicamente con el ánimo de exponer la inconformidad. La correlación de fuerzas es desigual, a todas luces.
Estas muertes y lesionados tienen como común denominador la continuidad de un paro que no ha sido posible conjurar por la arrogancia del gobierno nacional, que ha dilatado algo elemental: sentarse a negociar.
Las manifestaciones han tenido una motivación: evitar la batería de medidas que pretende imponer el gobierno y que tocan todas las esferas: las pensiones, el ámbito laboral, la salud, la educación, la privatización de empresas estatales y la lista prosigue. Si no fueran razones válidas para protestar, la gente no estaría en las calles.
Las formas que tienen muchos colombianos de sacar la rabia y frustración que los acompaña han sido muchas.
Murió un joven que soñaba una nueva Colombia
Julián Andrés Orrego Álvarez escogió los bloqueos, cubrir su rostro y lanzar artefactos que, de acuerdo con los vídeos, no se dirigían a las personas en particular sino para generar ruido al lanzarlos a la avenida. ¿Equivocado en su estrategia? Quizá.
Un escándalo para muchos, porque aseguran que agrede a los demás. ¿Y qué decir de los totes, tumbarranchos y demás artefactos de pólvora que muchos manipulan que ponen en peligro y ensordecen a todos alrededor, al amparo de que diciembre es un mes festivo?
Estoy preparado para que alrededor de esta columna de opinión me lluevan truenos y centellas. Digo lo que pienso y, ni más faltaba, debo aceptar las críticas de donde vengan, incluso de algunos organizadores del paro que —afectos al gobierno y afortunadamente muy pocos—salieron a cuestionar a los “capuchos”.
Válgame, Dios. Si las capuchas han existido desde siempre, desde cuando en mi lejana juventud tirábamos piedras en la calle quinta de Cali cerca del colegio Eustaquio Palacios donde cursábamos la secundaria, y servían para que no identificaran a quienes pintaban las paredes con grafitis.
Desde mi modesta apreciación, murió un esperanzado por una nueva Colombia, sin reformas retardatarias. A Julián Andrés Orrego Álvarez lo seguirán extrañando sus compañeros de partidos de fútbol, deporte al que era aficionado.
Mirarán con nostalgia cuando no lo vean llegar a la vereda La Loma, en San Cristóbal, uno de los cinco corregimientos de Medellín. Allí era líder, como lo han corroborado sus vecinos.
Lo recordarán sus compañeros de bachillerato del Colegio Inem José Félix de Restrepo y jamás lo olvidará Colombia, que ha sido marcada por uno de los paros más largos de su historia, en medio de la soberbia del presidente Duque que impone una agenda como él quiere, de la mediación de un embajador como Angelino Garzón —reconocido uribista al que los trabajadores no le creen ni lo que reza—, y de un director administrativo de la presidencia como Molano, que mira a los organizadores del paro como sus subalternos allí donde se encuentra.