A mediados de 2019, después de grandes protestas de los “chalecos amarillos” en Francia por el desmonte del Estado de bienestar y el desempleo, en Sudamérica se movilizó la juventud chilena contra la privatización de la educación, poniendo contra las cuerdas al presidente Piñera, al que meses después, en medio de la pandemia, le tocó convocar al plebiscito para cambiar la constitución heredada de la dictadura.
El 21 de noviembre de 2019, con las grandes manifestaciones de estudiantes, trabajadores, campesinos e indígenas volcándose en la mayoría de ciudades y carreteras, el descontento replicó en Colombia. El gobierno titireteado de Duque, en medio de agudos enfrentamientos en las calles y abusos policiales, intentó restarle fuerzas al movimiento, invitando al diálogo para adormilarlo, pero sin negociar puntos fundamentales, mientras estigmatizaba a organizadores de las protestas, acusándolos de obedecer planes de “grupos subversivos y del castrochavismo madurista”.
Fue la cuota inicial del reprimido rechazo al enfoque mercantilista de los servicios esenciales y públicos, puesto en marcha y ensayado en el Chile de la sangrienta dictadura de Pinochet por el gran capital internacional, que a inicios de la década de los 80 empezó a privatizarlos, incluida la educación y la salud, aupado por los gobiernos de Reagan en EE. UU. y la Thatcher en Inglaterra, que junto a Juan Pablo II iniciaron la cruzada para derribar la “cortina de hierro” de los llamados países socialistas y desmontar los Estados de bienestar y capitalismo con sensibilidad social, implementados en las democracias de Estados Unidos y Europa después que en la Segunda Guerra Mundial derrotaron al eje fascista de Mussolini y Hitler.
Con el cuento de que el Estado con sus excesivos controles era un obstáculo para la iniciativa privada y la ley de la oferta y la demanda garantizaría la regulación de los mercados y precios más la estabilidad económica, desmontaron toda clase de regulaciones que frenaban sus abusos y privatizaron industrias, bancos y servicios públicos, entregándolos a particulares, que desde entonces, también empezaron a administrar empresas de generación y distribución de energía, de acueducto, alcantarillado y aseo, de salud y educación, etcétera, a administrar multimillonarios fondos de cesantías y pensiones, favoreciendo a grandes grupos económicos que en Colombia extendieron sus tentáculos a todos los sectores de la economía y metieron a sus fichas claves, en ministerios y entidades descentralizadas buscando favorecer sus intereses.
En Colombia, el gobierno de Gaviria, además de lograr la desmovilización del M-19, el EPL, el Quintin Lame y el PRT, citó a la constituyente para aprobar la constitución de 1991 y además dio vía libre a la apertura de importaciones y privatización de los servicios públicos que antes prestaba el Estado.
En medio del poderío que habían alcanzado las Farc después de las fracasadas negociaciones del Caguán durante el gobierno de Pastrana, este proceso privatizador llegó a su apogeo durante los gobiernos de Uribe, quien después de apoyar desde la gobernación de Antioquia a las cooperativas de autodefensa Convivir (kinder de los paramilitares de las AUC) ganó la presidencia de la república, con el programa de la “Seguridad democrática”, respaldado financiera y electoralmente por una alianza de narco-hacendados, parapolíticos y poderosos gremios del sector agropecuario, industrial, minero y bancario, con respaldo de las fuerzas armadas fortalecidas en capacitación, asesoría tecnológica y armas gracias a cuantiosos recursos del Plan Colombia financiado por los Estados Unidos.
Como era de esperarse el acelerado proceso de privatización de la economía en medio de la violencia y el narcotráfico, favoreció la concentración de la riqueza y de la propiedad rural, después que entre 1995 y 2005, la ofensiva y masacres de los paramilitares desplazaron de sus tierras a miles de campesinos titulándoselas a testaferros y a poderosos terratenientes y parapolíticos que se niegan a devolvérselas, aún después del acuerdo de paz con las Farc y el proceso de restitución de tierras.
Los Tratados de Libre Comercio firmados con los Estados Unidos y varios países acabaron de arruinar a numerosos industriales y al campo colombiano, convirtiéndonos en importadores de productos que antes cultivaban nuestros agricultores y sometiéndolos a desiguales términos de intercambio que dificultan acceder a mercados de los países ricos, mientras la industria ligada al capital y mercado internacional, mediante lobby en el Congreso, obtuvo grandes exenciones tributarias sobre sus ganancias e importaciones de materias primas y maquinaria, que gracias a la mecanización y robotización de procesos productivos, requieren de menos obreros y empleados agravando el desempleo y dejando sin perspectivas a millones de jóvenes sin oportunidades de vincularse a un mercado laboral estable, regido por precarios contratos a término fijo, sin prestaciones, sin seguridad y perspectivas de jubilación que sí tuvieron sus padres.
Duque, después que perdió el primer año de gobierno intentando hacer trizas los acuerdos con las Farc, frenar la Reforma Agraria Integral y acabar con la JEP, con la cuarentena obligatoria desde marzo de 2020 logró frenar el descontentó social que despertó el 21N, hasta que el asesinato de Javier Ordóñez, desencadenó la ira popular exacerbando el rechazo y enfrentamientos con la Policía, que desde entonces ejerce sin barreras el abuso de las fuerzas y armas.
El 28 de abril, en medio del fallido intento de imponer la reforma tributaria, reanudar fumigaciones con glifosato y ante el avance de los crímenes de líderes comunitarios y desmovilizados, la crisis socioeconómica estructural agravada por el desempleo y pobreza incrementados por la pandemia, despertó a un pueblo que considera al gobierno y 20 años de uribismo más peligrosos para su estabilidad económica, salud física y mental que el mismo coronavirus con todas sus mutaciones. Era de esperarse.