Que los seres humanos ponemos resistencia al cambio parece una verdad de Perogrullo. No obstante, hay un elocuente ejemplo que Irene Vallejo comparte con nosotros en su libro El infinito en un junco: Sócrates, reconocido globalmente por su notable inteligencia y quizá el más famoso entre los filósofos de la historia reciente, se oponía a poner por escrito sus enseñanzas. Su razón, según nos cuenta Irene, era que los libros obstaculizaban el diálogo de ideas, “porque la palabra escrita no sabe contestar a las preguntas y objeciones del lector” (Vallejo, 2021, p.106).
Que uno de los más sabios entre los sabios se hubiera abstenido a utilizar el más formidable método para transmitir el conocimiento -los libros- no debería sorprendernos. Después de todo, era un humano y nuestras falencias, al parecer, trascienden épocas y circunstancias. Todo esto me lleva a comprender el barullo que aún persiste en torno a las plataformas tecnológicas que facilitan el servicio de transporte privado de pasajeros: Uber, In Driver, Didi, Cabify, Beat y muchas otras que han surgido ofreciendo soluciones innovadoras a algunos de los problemas que enfrentábamos cotidianamente. Conocer predeterminadamente el precio de una carrera, quién es tu conductor y cuál es la información asociada al vehículo (mediante un registro previo) son quizá sus funcionalidades más conocidas. Algunas otras promesas complementarias como la garantía de seguridad y una pizca adicional de amabilidad en el trato, se han ido diluyendo en el camino. A pesar de eso: hoy son una realidad inevitable. Retroceder hacia su prohibición o pretender su eliminación no es una opción.
Ante esta nueva realidad la pregunta por responder es: ¿cómo vamos a regular su funcionamiento? La respuesta, creo yo, siempre reposa en lo esencial, debemos escoger el camino de la libertad. Para ello, es necesario que el Estado equilibre la carrera: debe eliminar las cargas que hoy existen para los taxistas (los denominados “cupos”) y a modo de compensación, podría establecer un régimen de transición que facilite el trabajo para ellos durante algún tiempo. Quizá, la exención o reducción significativa de costos de licencia de conducción, una amnistía generalizada por comparendos y multas de tránsito y una tarifa especial en materia tributaria, podrían compensar los años de competencia desigual con los nuevos operadores.
Debo insistir en lo obvio: todos tenemos derecho al trabajo, a procurarnos una vida digna por nuestros propios medios. El Estado debe fomentar la iniciativa privada, no reprimirla. Cuanto mayor es la cantidad de bienes y servicios intercambiados en una sociedad, mayor es su prosperidad. Que lleguen nuevos operadores, en últimas, nos beneficia a todos, incluso a los taxistas.
Una reflexión final: quizá debamos enfrentar el cambio con la consciencia de que poseemos una natural oposición a lo nuevo, a lo desconocido, y que, frente a cada nueva invención o acontecimiento con la potencialidad de cuestionar nuestras tradiciones y formas de organización social nos abordará la incertidumbre e incluso el miedo. Pero no por ello debemos renunciar a nuestra capacidad de razonar y enfrentar valientemente cada nuevo reto que se ponga frente a nosotros.
