La narrativa urbana ha configurado un campo semántico regido por principios alejados de lo que podría denominarse el establishment cultural o literatura de clase media. Pero en ese ordenamiento, marcado por un afán desacralizador, las historias del gueto se fueron encorsetando, mayoritariamente, en narrar anécdotas de tipo costumbrista, con una prosa chata, o bien se volcaron hacia la parodia de corte posmoderna de las supuestas costumbres que se viven en las periferias. Este fenómeno queda claro en la estética de las series de temática marginal actuales.
El problema con la parodia posmoderna es que está de acuerdo con el “fin de la historia” decretado por Fukuyama. Dado que ya está todo hecho, la única acción posible es la burla y el cinismo. Nada más fácil que la parodia cuando no se quiere correr ningún riesgo estético o político. Con márgenes tan estrechos, cierta literatura urbana deja afuera toda reflexión sobre el lenguaje y, por lo tanto, la complejidad de la realidad que ese lenguaje representa; evita las problemáticas políticas y, lo más grave, impide constituir subjetividades, tomar posicionamiento. En suma, encontrar formas novedosas de narrar.
Contrariamente a este cuadro de situación es la propuesta temática de los relatos que componen Nuestra verdadera sangre (Palabras amarillas, 2019), de Agustín Caldaroni. El marco narrativo expone a adolescentes que experimentan su primera juventud en un ambiente de fábricas derruidas (posiblemente, la Argentina de 2001) entre Villa Insuperable y Mataderos. Precisamente, el pasaje de un territorio a otro transforma en nodal el concepto de frontera. Los personajes siempre están al límite, ya sea entre Capital y Provincia, la niñez y el mundo adulto, la monotonía amorosa y la huida, el cinismo y el fervor religioso, la apatía y el vitalismo.
Si el género épico se caracterizó por una exhortación de la violencia guerrera y la aventura, al mismo tiempo delineó una ética que entiende que los cuerpos merecen honras fúnebres y celebraciones porque tuvieron un comportamiento disciplinado, honroso. Todo lo narrado es noble y solemne. En este sentido, Caldaroni construye un código épico, pero no a favor de la epopeya de una nación o la astucia y el valor de los héroes, sino de la aventura y el juego peligroso. Las relaciones entre amigos "del mal", los viajes, las borracheras olímpicas, el amor trágico, son narrados sobre la cornisa de la estabilidad o la ruina.
Los personajes no beben, tienen “un vino clavado al corazón”; tienen un estilo “colgado como un collar de cráneos”; desprecian el mundo laboral, viven desesperadamente “para conquistar dos o tres momentos de tragedia, de romance”. Entienden la amistad como una disolución de la propia personalidad en el otro: “sus facciones me parecían muy cercanas, sentía que se me diluía la identidad, daba igual quién era quién”.
El autor despliega recursos narrativos con mayor frescura, sin el corsé del “yo poético” de su poemario La razón bárbara (Editorial Lisboa, 2015). Los relatos saltan de la tercera hacia la primera persona, apela a los flashbacks, a las digresiones, en una temporalidad caótica. Un encuentro entre amigos puede demorarse varios párrafos y un par de años esfumarse en dos oraciones. Hay una destreza muy sutil en el empleo de las figuras retóricas, al servicio de la evocación de imágenes, recuerdos, sentimientos.
No sería erróneo pensar los textos como relatos de aprendizaje, ya que hay una chica que decide abortar, viajes, una primera experiencia homosexual, un robo organizado. Aunque, subterráneamente, los personajes construyen una cosmovisión propia: “puede que el universo gire dentro del culo de un conejo infinito, que es dios”. Se cansan de la vida en “hogares liberales”, se preguntan cómo combatir en la época de las series en plataformas de streaming: "No podemos verla por la tele, a nosotros nos parió un centauro. Hay que vivir".
Nuestra verdadera sangre es, en un plano semántico, un testimonio brutal de la generación actual, cuyo mayor gesto de rebeldía es charlar sobre series de Netflix. En un nivel referencial, es un libro de denuncia sobre la idealización de la infancia. Y en un tercer nivel, paratextual, es la demostración de que las editoriales independientes pueden salir del anecdotario y el minimalismo. Al finalizarlo, el lector se sentirá desarmado, intimidado, como si el libro fuese un objeto peligroso que lo insta a actuar. Quizás, así deba tomarse la literatura.