Con EPA fuimos víctimas de una propaganda, al igual que millones de colombianos. Nos creímos el cuento del emprendimiento y nos solidarizamos con la chica arrepentida de los berrinches que hizo en Transmilenio. Fue fácil y sigue siendo fácil. Los colombianos somos crédulos, tan crédulos que un pescado, un plátano o un morrocoy nos tira la plena de los números del chance y la lotería. Esa credulidad extrema que hace que estas porquerías políticas, apenas cambian puntos y comas en los discursos con fanfarria y cocoanís repetidos hasta el cansancio.
EPA nos identifica porque soñamos que con el esfuerzo podemos llegar de menos a más, pero a este cuento le falta un pedazo.
No nos vamos a poner en el burdo trabajo de señalar hacia la mula o el testaferro de operaciones non sanctas, porque no nos consta. El pedazo que explica parte de su triunfo es el marketing que ha convertido su nombre en marca registrada. Una vez posicionada, adquiere valor y dispara, como Midas, todo lo que toque.
EPA no maneja su plata; EPA dispara el dinero de los que invierten en ella. Los que caímos en el engaño de que representaba el sudor y el esfuerzo, las ganas de salir adelante a pesar de las vicisitudes, nos llevamos el trago agrio de verla en el solio de los que mandan la parada en el platanal. Con el tiempo, EPA representará la patraña, el montaje, el reality y el libreto, como en las novelas mexicanas que no han pasado de moda.