Que los medios de comunicación y las redes sociales hicieran de Daneidy Barrera, Epa Colombia, algo así como una figura pública basada en la imagen estrambótica, la ridiculez y ciertos atributos femeninos bien explotados por el mercado negro de la morbosidad, ya era terrible.
Y que ahora la joven Barrera, con su peculiar estilo y su lenguaje de novela de alcantarilla, en acto de irresponsabilidad extrema se dedique a destrozar bienes públicos porque según ella, “el Estado tiene que invertir millones y millones de lo que nos roban a nosotros para recuperar todo lo que estamos dañando”, se sale de todo contexto.
Basta con escuchar a la joven Barrera para saber que allí no hay preparación intelectual de ninguna clase y que por eso confunde fácilmente al Estado, que somos todos, con el gobierno que es quien administra y dirige un Estado, aquí o en cualquier parte del mundo.
Muchos sectores que promovieron las protestas lo hicieron con la idea de que las marchas transcurran en forma pacífica y que sirva para reivindicar los derechos del pueblo colombiano, pero acciones como las de Epa Colombia y los miles de vándalos que se tomaron a Cali, Bogotá y algunas otras ciudades, indudablemente afectan la legitimidad de esa lucha.
Al margen de las implicaciones política y sociales del paro, el caso de Epa Colombia llama la atención por la manera en que los colombianos ponemos en el centro de la atención a personas sin ningún talento y que, de alguna manera, pueden convertirse en referentes de los más jóvenes y que se encuentran en procesos de formación.
Hay quienes la defienden por provenir de sectores marginales, porque “tiene cierta gracia al natural” que convoca al sentido del humor o porque, según otros, es una influencer, en buen cristiano, persona que cuenta con cierta credibilidad en un tema concreto.
La pregunta es, ¿en qué tema?, ¿por qué?, ¿dónde se preparó para darnos cátedra? El caso de Epa Colombia me recuerda tristemente al llamado Pirata de Culiacán, un sujeto bastante normal y de poca gracia que las mafias de México convirtieron en mascota y centro de burla hasta que lo terminaron matando.
Sin moralismos de ninguna clase, es bueno que el martillo con que Epa Colombia destrozó una estación de TransMilenio en Bogotá sirva para golpear en la tozudez de algunos ciudadanos que no entienden o no quieren entender, que el derecho a la protesta, como cualquier derecho, tiene sus límites. No es dañando al otro como se reivindican las causas que por nobles que resulten terminan en una situación bastante comprometida.
En todo caso, Epa Colombia que se encontraba lejos del ojo de la farándula criolla —y en este caso bien criolla— acaba de regresar con un escándalo que seguramente le traerá líos jurídicos (la Fiscalía terminará judicializándola) y, a pesar de que pienso que no se le debe dar prensa, acabo de escribir sobre ella con la misma desidia y malestar con que escribiría un artículo sobre Esperanza Gómez. Cierro diciendo que uno mi voz a los colombianos que piden justicia y que caiga el peso de la ley sobre la Epa Colombia que dejó escapar su lado más oscuro.