En el avión que nos conduce al aeropuerto de Ataturk, cuatro de cada cinco viajeros que leen un libro han escogido el mismo título: “Estambul. Ciudad y recuerdos”, la última obra de Orhan Pamuk. Un hombre de unos cincuenta años, a nuestra derecha, deja por un momento el volumen sobre su maletín de negocios y sonríe, al avistar desde su ventanilla, el estrecho del Bósforo y los puntiagudos minar3etes de las mezquitas. Delante nuestro, una chica veinteañera le señala a su amiga la niebla y le explica que “aquí la gente siente una especie de melancolía que se llama ‘hüzün’, es parecida a la saudade portuguesa”. El vuelo 3760 de Iberia transporta, sin saberlo, a una hermandad de lectores que no puede sustraerse a la idea de que, en realidad, estamos a punto de aterrizar en el último libro de Pamuk, como personajes a punto de entrar en escena.
Al día siguiente, paseamos por el barrio de Cihangir, donde Pamuk escribió “Estambul” y casi toda su obra. A la hora prevista, subimos las escaleras de su bloque de pisos (al ascensor sólo se accede con llave) y le encontramos, como un santo en su hornacina, esperándonos en la puerta, alto, muy alto, y muy sonriente. Al saludarle, reprimimos el impulso de felicitarle por haber creado todo aquello que nos rodea: las mezquitas, las callejuelas, el tráfico marítimo del estrecho del Bósforo, el adoquinado, las tiendas de ultramarinos...
En su casa, el primer impacto visual se produce en el salón, donde toda la majestuosidad del Bósforo entra a través de una amplia vidriera, enseñoreándose del comedor y del espíritu del visitante, que se siente, por un momento, como un recién nacido asomando la cabeza al mundo. El Bósforo -ese estrecho que comunica los mares Negro y de Mármara y que dicen que separa las dos almas de Turquía: la occidental y la oriental- es el punto central de esta casa, y todo se orienta hacia él: las sillas, la mesa de trabajo, los sofás, la disposición de los muebles... Todo señala hacia la contemplación del llamado Cuerno de Oro, con decenas de barcos que van de un lado para otro, como un cuadro en movimiento. “Cuento los barcos –explica Pamuk-, e intento identificarlos: petroleros rumanos, cruceros rusos, pequeños pesqueros, barcos de de observación meteorológica, transatlánticos italianos, destartalados mercantes… Bueno, me salto las motoras y los transbordadores urbanos”.
El pisito donde nos ha recibido es su estudio. La casa familiar en el barrio de Nisantasi, construida en el antiguo jardín de un pachá, se encuentra “a 28 minutos andando desde aquí”. Esos 28 minutos a pie marcan el universo vital de Pamuk, un hombre que ha vivido “siempre en Estambul, incluso en la misma casa durante cincuenta años. Mi madre siempre me decía: ‘¿Por qué no sales un poco?’. Pero yo me quedaba en casa. Incluso ahora, lo que me gusta es estar aquí, escribiendo. Hay autores que han cambiado de lengua, nación, cultura o país. Yo siempre he estado aquí, en la misma calle, mirando embebido el mismo paisaje, contando los barcos que pasan. Miro por esta ventana y, por momentos, creo que no necesito nada más para ser feliz”.
Escuchando sus sonoras carcajadas, uno podría olvidar que Pamuk está amenazado de muerte. Desde que declaró, en una entrevista a un diario suizo en el año 2005, algo tan objetivamente comprobable como que “más de un millón de armenios y 30.000 kurdos fueron asesinados en estas tierras y casi nadie se atreve a hablar de ello”, su vida ha sido un calvario: acusado de denigrar la identidad turca, finalmente, y tras una intensa presión internacional, se archivó su causa tras algunas sesiones en los tribunales, pero está en el punto de mira de los ultranacionalistas turcos y, para salir a la calle, necesita guardaespaldas. “Aunque yo no lo quiera –se lamenta-, el Estado me los pone. No deseo exagerar o dramatizar al respecto. Ahora mismo no están, porque este es mi lugar de trabajo”.
Pamuk no quiere “malgastar tiempo desmintiendo cada mentira de la prensa sensacionalista sobre mí” y, por eso, hasta que recibió al “Magazine”, no había hablado de su presunto “exilio” a Estados Unidos, una “noticia” que publicaron diarios de todo el mundo. “Parafraseando una broma de Mark Twain, que afirmó en una ocasión que la noticia acerca de su muerte era algo exagerada, yo les digo ahora: las noticias sobre mi exilio son un poco exageradas. Estoy aquí, vivo, sano y dando puntapiés, ya me ven, no me escondo. ¿Qué fue lo que sucedió en febrero? Habían asesinado a mi amigo, el periodista armenio Hrant Dink, y se respiraba una turbia atmósfera nacionalista y racista, muy intensa. Mi nombre circulaba como futura víctima y, tras hablar con la policía, decidí que sería mejor marcharme por unas semanas a la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde imparto unos cursos -por cierto, desde antes del premio Nobel- para sentirme más seguro y poder trabajar con tranquilidad en un libro que estoy acabando”. Por eso canceló su gira alemana, que finalmente “haré entre el 2 y el 12 de mayo. Y, tres semanas después, estaré en París. Lo importante es que, una vez que se despejó ese ambiente de violencia, he vuelto. Yo vivo aquí. Pueden ustedes comunicárselo al mundo, estaré contento si lo hacen porque estoy enfadado con los tabloides turcos, que convierten rumores en noticia, y también con la prensa occidental que repite cosas que no ha comprobado. Hay periodistas que desean escribir ‘Pamuk está en el exilio’ y, simplemente, lo hacen”.
Pamuk no parece irritado, sino que, más bien, intenta ver el lado humorístico de la situación. Mientras nos prepara un te en su cocina desordenada, como de estudiante, planificamos con este hombre feliz un paseo por la ciudad. Al comprobar nuestras intenciones, duda un momento: “Mmm… Si salimos a pasear, tendría que llamar al guardaespaldas. No, no, ¿saben qué haremos? Saldremos nosotros solos porque, de todos modos, les dispararán antes a ustedes, ¡creerán que son mi guardia de seguridad!”, dice riendo.
El autor de obras como “El libro negro” o “Nieve” fue el primer escritor de un país musulmán en condenar la fatwa contra Salman Rushdie. “Mi situación no tiene nada que ver, yo puedo pasear por la calle tranquilamente”. Pero, tal vez porque no le gusta mucho llevar escolta, nos impone un recorrido tranquilo: ningún lugar turístico ni multitudinario, ningún bazar… El paseo con nosotros se limita a las calles de su barrio, donde es interrumpido por abrazos, gritos de ánimo y algún que otro aplauso.
Las amenazas, en cualquier caso, no han silenciado al escritor. “El código penal turco –denuncia- sigue condenando el agravio a ‘la identidad nacional turca’. Cada vez hay menos escritores y periodistas que van a juicio por ello, tras las quejas de instituciones internacionales de derechos humanos… ¡pero el párrafo sigue vigente! Los hay que van a la cárcel, algunos hemos sufrido lanzamientos de huevos y piedras y otros han sido asesinados. Existe una enorme cantidad de autores intimidados, con miedo. Deberíamos estudiar cómo se trató a los periodistas que fueron asesinados en algunos medios, que los señalaron como dianas. La libertad de expresión no está en buenas condiciones en Turquía”.
En su caso, opina, “fui utilizado como arma arrojadiza en medio del contencioso entre la Unión Europea y Turquía. Algunos medios deseaban un tipo de intelectual comprometido que, la verdad, yo no soy. Ojo, no me arrepiento de nada de lo que he dicho. Casi siempre las polémicas empiezan cuando un periodista, así como usted, me hace preguntas y yo intento responderlas de manera honesta y tal vez ingenua. Después, los tabloides turcos se hacen con algunas frases y las exageran. Y se arma un follón. Esos momentos son de prueba para mí, como ahora. Tengo que ser capaz de conservar mi dignidad. No quiero decir: ‘Tengo miedo, voy a esconderme debajo de la cama’. No he hecho eso. Qué va. Me ajuste el cinturón de seguridad y continué adelante. Pero mis instintos esenciales no son políticos, sino literarios: lo que deseo es estar solo en un cuarto e inventar historias”.
Mientras compra unas alcachofas a un vendedor callejero, y recordando que Estambul es el escenario de todos sus libros, le preguntamos si nunca ha estado tentado de escribir sobre otra ciudad. “Este año, lo hice, por primera vez –confiesa-, escribí pequeños sketches neoyorkinos, sobre la ciudad donde imparto clases”.
Pamuk ha descrito como pocos el “hüzün”, la singular melancolía que trasmiten las calles de Estambul. “Yo no siento nostalgia -matiza-; precisamente todo aquello que me interesa conservar lo incluyo en mis libros y así no se pierde, ese es mi legado para las futuras generaciones. Bueno, no debería ser tan narcisista porque me temo que, en el futuro, tanto los buenos como los malos autores serán olvidados”.
En una de las muchas mezquitas que hay por la calle, leemos un letrero con avisos de la autoridad religiosa de Turquía para los creyentes. “¿Ven? –comenta Pamuk-, aquí se advierte de que ciertas costumbres no son tradiciones islámicas, no están en el Corán: no hay que hacer sacrificios, no hay que poner velas, no hay que colocar un trozo de ropa del difunto, no hay que tirar dinero…”. Lo cuenta con tono de observador, pues su trascendencia está en otro mundo, el de la literatura: “Para mí, hay otra vida, sí, pero en el libro que tengo en las manos. La intensidad de las historias que leo me permite sobrellevar la mediocridad”. De niño, “las únicas personas que veía interesarse por Dios eran las criadas y los cocineros, y yo relacionaba sus creencias con el hecho de que eran pobres. Siempre pensé que Dios, si era un ser omnisciente, me perdonaría porque entendería el motivo por el que yo era incapaz de creer”.
Pamuk se acuesta todos los días a las once. “Pero, con la edad, no puedo dormir tanto tiempo seguido y, después de cuatro horas, ya estoy en pie, como un hombre mayor. Entonces trabajo durante una hora con el pijama puesto y, después, de nuevo a la cama. Escribo de forma continua, todo el día, y siempre a mano. Cuando llega la noche, me asalta el hambre, voy a la cocina, me preparo unos macarrones y un vaso de vino y, después de comer, vuelvo a la mesa. No quiero salir de restaurantes, ver a otra gente, sólo deseo escribir, me he convertido en un solitario. Lo mejor es a las siete de la mañana, cuando, desde mi cama, reviso lo que he escrito la noche anterior y pienso en la novela que me gustaría escribir con mi cabeza fresca y contenta, como la de un niño”.
En la calle, frente a un cartel futbolístico, Pamuk se confiesa seguidor del Fenerbahce, uno de los tres equipos importantes de la ciudad, junto al Galatasaray y el Besiktas. La conversación deriva de la Champions League a lo político: ¿debe Turquía entrar en la Unión Europea? Pamuk se siente “desencantado con el proceso. Todos los turcos estamos enfadados porque esto no funciona. A la vez y contradictoriamente, quizá los turcos también están contentos de que no ocurra. Cada vez los europeos desean menos a Turquía y los turcos desean menos a Europa”. A pesar de la fuerte oposición de países como Francia, Pamuk recuerda que “en España, los intelectuales y la gente se identifican más con los turcos que con los franceses. Lo mejor lo escuché en Barcelona, con Juan Goytisolo, cuando me dijeron: ‘Orhan, si nos cogieron a nosotros, también os llegará el turno a vosotros’. Espero que así sea”.
—Pero ¿se siente usted europeo?
—No lo sé. No lo pienso así. Primero, yo me siento turco. Y un turco se siente tanto europeo como no europeo. Creo en una Europa que no esté basada en el cristianismo, sino en el Renacimiento, la Ilustración, la modernidad, la “libertad, igualdad, fraternidad”… Esa es mi Europa. Creo en esas cosas y quiero formar parte de ellas. Pero si Europa es la civilización cristiana, lo siento mucho, caballero… los turcos estamos fuera.
Pamuk afronta la escritura con un principio de honestidad radical, que le hace reconocer que puede ser una persona celosa y tener otros defectos de carácter. Eso le ha costado un disgusto con su hermano. “Dijo que no le habían gustado los capítulos de ‘Estambul’ donde él me pega. Le aprecio y respeto, es una buena persona y un historiador económico de prestigio mundial. Pero las cosas de mi libro sucedieron, no deseo esconderlas debajo de la alfombra. Así que tuve que hacerle algo de daño. En ese tiempo era normal en Turquía pegar a tu hermano, todavía sigue siendo normal en países mediterráneos, todos los hijos de mis editores italianos están haciendo lo mismo ahora. Eso dejó una marca en mi espíritu y tengo el derecho moral de escribir sobre mi vida”. Los celos que siempre ha sentido se refieren “a la idea de que en el cuarto contiguo, en otro sitio, en otra cultura, otro país, estén disfrutando algo más sexy, rico e interesante que lo que yo tengo”. Nos explica que, incluso cuando fue padre (su hija tiene ahora 15 años), “me costó bastante tiempo tratar al bebé como un bebé. En mi próximo ensayo, ‘Otros colores’, que recopila mis textos breves, hablo de ello: al comienzo, estaba muy celoso de la atención que mi mujer le procuraba a ella. Yo deseaba ser el bebé. Deseaba toda la atención de la madre y cuando era para mi hija me enfadaba. Y tampoco sabía cómo manejar la responsabilidad”.
En este sentido, “tal vez el libro que más me ha impactado sean las ‘Confesiones’ de Jean-Jacques Rousseau. Me empujó a contar no la gran verdad, sino la verdad de mí mismo. Me importan poco los archivos secretos de la CIA o del KGB, me dejan indiferente las verdades históricas ocultas. Me importan las verdades que no han sido reveladas acerca de la humanidad y, para descubrirlas, todo lo que hay que hacer es explorarse interiormente de una manera honesta, franca, cándida y simple. Lo mágico de la literatura es descubrir cosas que todos sabemos, hacer emerger el carácter humano”.
Pamuk procede de una familia rica posteriormente venida a menos, y de su pasado como estudiante de izquierdas conserva “un anhelo de igualdad y fraternidad. Y también un odio a los esnobs, a la gente de la alta sociedad que mira con desprecio desde arriba a la religión, a las creencias culturales, a las clases no privilegiadas. Me irrita la arrogancia de las élites. Gobiernan este país a través del orgullo y la soberbia, están destruyendo la democracia y la cultura. Es lo mismo que todas las estupideces que Occidente comete en Iraq y en otros países... La misma actitud arrogante y esnob de los que gobiernan el mundo”.
Tras el paseo, este hombre de 1,89 metros (“¡los tabloides exageran sobre mi altura, no llego a 1,90!”) vuelve a trabajar. En su estudio le esperan los folios manuscritos de su próxima novela, “Museo de la inocencia”, que define como “una obra radical y ambiciosa que se desarrolla en Estambul entre el año 1975 y la actualidad, centrada en el amor que siente un hombre rico por una pariente lejana pobre. Es una atrevida exploración, un intento de indagar lo que significa el amor: ¿qué sucede dentro de nosotros cuando nos enamoramos? ¿Qué pasa si un hombre está absolutamente loco por una chica, pero ella no? Son las torturas del amor, por las que tanto he pasado y conozco muy bien. ¡Cuánto sufrimiento! De eso trata el libro”.
Aunque las estadísticas desaconsejen seguir su ejemplo (sólo hay un premio Nobel entre varios miles de millones de escritores), Pamuk decidió a los 23 años que quería ser novelista y se encerró en su habitación. Tardó tres años en escribir su primer libro, y cuatro en que alguien se lo publicara. “No gané dinero hasta los 30 años, cuando empecé a dar alguna clase”. Su madre estaba preocupada, pero él creía en sí mismo. “Mi padre –cuenta- me legó una gran autoconfianza; cuando tenía cinco años y dibujaba cualquier garabato, siempre exclamaba: ‘¡Este niño es un genio!’ y, claro, me lo creí… y aquí estoy”. Sigue en su habitación, sigue en Estambul.
*Xavi Ayén, autor de éste trabajo, generosamente ha querido publicar en Las 2 Orillas cerca de 20 entrevistas realizadas a ganadores de Premios Nobel y otros grandes escritores de todo el planeta.